por Caronte Campos Elíseos
Sin
saber cuándo, por qué y cómo, llegué a una Sala de Emergencias de un hospital
cercano, con mi mano ensangrentada. Con
mucho dolor, por cierto. Solo recordaba
qué fui acosado y agredido, y que eso había ocasionado mis heridas. Me acerqué a toda prisa a la
recepcionista. Quería expresarle la
necesidad de atención que traía. Con su
rostro inmutable me dijo que todos los allí presentes tenían necesidad de
atención, que tomara un número, me siente y espere. "Ah, y por favor, hágalo en silencio,
sin gritar y sin llorar", añadió la insensible mujer. Ya que me sentía un poco mareado, hice lo
indicado por la malhumorada anfitriona.
Miré exhaustivamente a mí alrededor para tener noción del tiempo que iba
a tardar el proceso. No puedo negarlo,
también a manera de reconocimiento, en caso de que mi obstinado agresor me haya
seguido hasta el lugar.
Pasados
unos 45 minutos llamaron mi número. ¡Por
fin!, exclamé. La misma mujer de aquel
gélido recibimiento es quién me atiende.
Me solicita toda mi información personal. Se la entrego con temor. No puedo evitar pensar que es una especie de
carpeteo legalizado. Pregunta ella si
poseo alguna cubierta ofrecida por algún plan médico. Le hago entrega de la tarjeta que me dio el
gobierno para estos eventos. "Mi
Salud", le contesto. Me dice que
tome asiento nuevamente y espere. Esta
vez me llamaran por mi nombre. Eso
supuse porque ella me quitó el papel con el numerito. Regresé a la salita a esperar. Sin muchas fuerzas para pensar (como siempre)
intento analizar porque en las afueras de la institución leen los letreros:
"Sala de Emergencias", pero una vez adentro todos los letreritos
rojos con letras blancas leen: "Sala de Espera".
Pasados
unos 30 minutos adicionales, llaman por mi nombre. Me levanto con dificultad pero listo para que
curen mi mano casi mutilada. Me pasan a
un cuarto pequeño y pregunto por el doctor especializado. Me dicen que es solo para tomar mis vitales,
que no desespere. Las atentas mujeres
vestidas de blanco hacen su trabajo.
Incluso limpian un poco mis heridas.
Cuando ya pienso que voy a ver el médico, me dicen que salga y espere a
ser llamado... otra vez. Esta vez, me
dicen con seguridad, para ser atendido por un galeno. Salgo nuevamente con esa esperanza. Me siento cerca del letrero rojo con letras
blancas.
Pasada
una hora y quince minutos escucho mi nombre.
Víctima de la abulia me levanto con dificultad. Esta vez me sientan en un cuarto un poco más
grande que el anterior. Siento nauseas,
mareos y taquicardia. Pasan cinco, diez,
quince minutos y el doctor no llega. Me
asomo al pasillo para ver si se acerca.
No lo conozco, pero supongo que debe traer bata blanca. De todas maneras tengo la vista nublada. Se acerca un grupo de gente. ¡Ahí viene el doctor!, pensé. Todos tienen batas blancas, y todos siguen
caminando. ¡Que locura!, pensé
ahora. Miro el reloj. Las doce de la medianoche, y hay cambio de
turno.
Alrededor
de veinte minutos luego de que pasara la comitiva medica por mi lado, llegó el
doctor a mi cubículo. Me realiza una
serie de preguntas que nada tienen que ver con mi mano, en lo absoluto. Que si tomo algo, que si padezco de lo otro,
que si soy alérgico a no sé qué cosas. Y
yo con ganas de replicarle que soy alérgico a las preguntas necias. Me contuve porque este "Hipócrates"
me puede poner la inyección letal o inducirme al coma. Muy grande la tentación sobre la idea de la
enajenación. Pero no, ya estaba loco
(literalmente) por salir de allí.
Suficiente con la enajenación natural que poseo. Le explico al doctor toda la situación. Describo con lujos de detalles el altercado
con aquel demente, desquiciado y peligroso.
Todo lo que siento y lo poco que recuerdo. Escribe en un idioma que solo los elegidos
pueden entender. Una vez termina sus
jeroglíficos me indica que espere afuera.
Me explica que ordenó que me hicieran una serie de estudios, análisis y
una que otra placa con rayos x.
"Luego de todo eso, te evalúo nuevamente", me dice. Poseso por la ira, se me olvida por un
instante el dolor. Salgo desconsolado y
sin ánimo. Me siento tentado a huir del
lugar. Resignado, me dirijo hacia la
sala de espera, nuevamente.
Pasa
la primera hora luego de ver al doctor y nada.
Pasa la segunda hora, y nada todavía.
El dolor, la sangre, los mareos, las náuseas, las voces en mi cabeza. Esta situación comienza a enervar mi pobre y
exigua estabilidad emocional. Entrando
la tercera hora me llaman para los procedimientos ordenados. Toman muestras de sangre, orina, y otras
heces. Rayos x, radiografías, placas,
sonógramas y quien sabe que otras radiaciones infrahumanas. Le pregunto a la desvelada enfermera que
procede luego de tanto estudio. Me envía
directamente afuera (si, a la dichosa sala de espera), mientras reciben los
resultados y el doctor los interpreta.
Ya
no se cuento suma el tiempo. Llegada la
segunda hora, luego de tomadas las muestras, me percibo abstraído hacia el
enorme y circular reloj de color blanco y números negros. Este protocolo para atender una simple
emergencia puede desequilibrar a cualquiera.
No me justifico con esto.
Nuevamente, al filo de la tercera hora, como si fuera una especie de
rutina, llaman mi nombre. Al fin, pienso
en voz alta, voy a ver el médico y podré salir de este manicomio. Nada más lejos de la realidad. El especialista me informa que debido a lo
crítico de los resultados, tiene que admitirme.
Admito que la noticia me impacto sobremanera. En especial cuando me dijo que debía regresar
a la sala de espera (por enésima vez) mientras preparan todo para subirme a
cuarto. Ya lo dice el viejo y conocido
refrán: "la cura es peor que la enfermedad".
En
la sala de espera, que es donde he pasado la mayor parte del tiempo de esta
visita al hospital, hace un frío infernal.
Suena contradictorio pero es como si el diablo quisiera que nos congeláramos
allí. Me siento frente al
televisor. Están pasando programas
repetidos de la señorita Laura. Pienso
en como llegué hasta ahí. Maldigo la
hora en que me agarre a golpes con aquel desconocido. Ya no tengo noción del tiempo. Cronos se ha olvidado de mí. Veo pasar las enfermeras en manadas (nada que
ver con el peso de algunas de ellas, sino con la cantidad). Hay cambio de turno nuevamente. Me acerqué a una de las mujeres de vestidos
acromáticos para preguntar por mi habitación.
Con voz taciturna me respondió que en ese momento no tenían camas
disponibles. Me comentó que el hospital
estaba abarrotado y que subir a cuarto iba a dilatar un poco. Me recomendó que llamara a mi madre, esposa,
novia, hermano, en fin, algún familiar para que me trajeran los pertrechos
necesarios para la estadía. Le dije que,
Por Ahora, estoy tratando de evitar esas relaciones enfermizas. Sonriendo me da la espalda y sigue su camino
cargada de químicos y agujas filosas.
Empiezo
a desesperar. Hago cuentas, como los prisioneros, en la pared blanca contigua a mi camilla
revestida de gérmenes compartidos.
Camilla que usurpé a otro pobre indigente, gracias a la escasez de
comodidades. En estos momentos me
pregunto tantas cosas. Como por ejemplo,
¿A qué hospital van los peloteros de grandes ligas de esta isla estrella con
sus familias, que salen en la televisión y que, según ellos las atenciones son
de primera? ¿Pertenecerá este hospital a
la Asociación de Hospitales de Puerto Rico con sus anuncios de mercadeo y
relaciones públicas? A mí, no me
parece. Cuando estaba presto a raspar
con un chavo prieto el tercer palito en la pared, llegan dos escoltas para
llevarme al cuarto asignado. Al tercer
día como en las escrituras. Con escoltas
como los honorables y los beisbolistas, llego a mi destino. A todas luces el lugar carece de toda
asepsia. Me suben a la cama, me ponen
una inyección y me colocan un suero. Una
bolsa con alguna sustancia para mantener abierta la vena, por si acaso
necesitan transfundirme. Me dijeron que
descanse en lo que el doctor de turno imparte las nuevas instrucciones. Salen de la habitación dejándome solo y a
oscuras.
No
logro conciliar el sueño. Solo he comido
lo que encontré en algunas máquinas vendedoras de comida chatarra que afectan
la salud. Un doble mensaje de
seguro. Como el de las farmacias que
venden los parches de nicotina para dejar de fumar, y en la caja registradora
exhiben los cigarrillos de todas las marcas y sabores. Pero yo no estaba como para entrar en ese
tipo de análisis. El hambre, el
cansancio, los mareos y el agotamiento comienzan a hacer mella en mí. Me siento como drogado. Debe ser la sustancia liquida que me inyectan
gota a gota. Seguramente para evitar que
pueda escaparme. Tanta osadía por una
simple trifulca en un cafetín con un jodío malandrín. Solicité un vaso de agua. No sé de donde la sirven, pero tenía un color
extraño. Algún medicamento para el
sueño, pensé. Al cuestionar sobre la
calidad del agua, dijeron que la Autoridad de Acueductos y el Departamento de
Salud han expresado que aún es potable.
Pero que si no sentía seguridad al tomarla o no me agradaba el sabor,
con gusto me facilitarían un sobrecito de mi sabor predilecto. Aun así decido no tomarla por el momento, y
la dejo sobre la mesa contigua a la cama.
Intenté dormir y descansar, pero al poco rato entró un batallón de
enfermeras. Con todos sus artefactos
médicos lograron espantarme el sueño. No
conforme con eso, me pidieron que tan pronto como me fuera posible, tomara unas
muestras de orina. En ese preciso
momento me dije, “adiós descanso”. Ahora
tengo que ponerme en vela para la micción.
Así pasaron las horas.
Cuando
por fin pude mear, también pude dormir.
No tengo idea cuantas horas pasaron hasta que regresaron las enfermeras
nuevamente. Con el mismo alboroto
perturbando el reposo de los
enfermos. Me cuestionaron por qué no
había entregado las muestras. Les dije
que la tomaran de la mesa contigua y se vayan al mismísimo “counter” para yo
continuar durmiendo. Para hacer el cuento
largo, corto, de cada cuatro a cinco horas me perturbaban la serenidad y la
quietud. En ocasiones para pruebas,
análisis, o medicamentos. En otras para
estudios y radiografías. Me pasaron por
innumerables maquinas con diferentes formas, sonidos y funciones. Me sentía como rata en laboratorio. Al tercer día después de la ascensión al
cuarto, cuestioné las razones para tan larga estancia en el hospital. No me dan alimentos, me dan medicamentos para
condiciones que ni siquiera sé si padezco y me importunan con frecuencia para
someterme a todo tipo de radiación. Me
explican que son órdenes médicas. El
doctor impartió indicaciones de alimentarme a través de un tubo por la nariz;
las medicinas son para controlar los efectos causados por el resultado de la
pelea con el demente desconsiderado con el que me fui a los golpes; las
maquinas son para asegurar que no tenga fracturas en alguna parte de mi
mutilado cuerpo; y las constantes visitas son para asegurar que sigo vivo.
Siempre
he pensado que en las explicaciones largas se esconden muchas mentiras. Así que les solicité hablar con el
doctor. Tanta conversación me dio
sed. Me tomé lo único que me habían
dado, el poco de agua que estaba en la mesa contigua. La verdad es que la apariencia, el sabor y la
textura de esa agua eran cuestionables.
Creo que para eso es mejor que no me traigan nada, ni siquiera con
sabores artificiales. Esa misma tarde
apareció el susodicho doctor. Con su
cara fresca me dijo que me encontraba en perfectas condiciones, que podía irme
para mi casa. Firmó los papeles y se
despidió. Así, sin más. Mientras recogía todas mis pertenencias
intentaba entender toda esta trama. El
hacinamiento en la sala de espera; el
tiempo absurdamente prolongado para ser atendido; la escasez de equipos e instrumentos
necesarios; sin opciones de hospitales alternos que acepten la tarjeta que
ofrece el gobierno; las pobres y
precarias facilidades hospitalarias; el pobre mantenimiento y limpieza en las
habitaciones; la falta de higiene y salubridad; la falta de personal suficiente
para un buen y mejor servicio; el sometimiento constante e innecesario a
medicamentos y radiaciones por razones puramente económicas. Pero eso es lo que ha provocado el gobierno
mercadeando la salud del pueblo, y permitiendo al capital poner precio al bien
común de los ciudadanos. Es el panorama
que ha provocado la llamada privatización con sus intereses creados. Pero la culpa es de nosotros mismos, por
permitir que los mercados y mercaderes le hayan puesto precio a nuestra
salud. Hasta qué no le pongamos un alto
a ese bacanal, seguiremos sufriendo y padeciendo estas injurias. Si no salimos del estado vegetativo en que
nos encontramos, nuestro sistema de salud seguirá en estado crítico. Los
propios gobernantes con sus falsas promesas nos han conducido a esta etapa
terminal.
En
fin, eso no es asunto mío, por lo que agarré mis trapos y me dirigí a firmar mi
salida, no sin antes agradecer a todos los que, a pesar de las miserables
condiciones hospitalarias, se esforzaron y esmeraron por cuidarme lo mejor
posible. Mientras caminaba hacia al
ascensor de salida, recordé la muestra de orina que había entregado y que nunca
me hablaron de los resultados la misma.
La enfermera de recepción buscó en mi récord y me indicó que nunca se
realizó el análisis porque lo que yo había entregado fue, tan solo un vaso con
agua.
¡Levántate
y anda!