por Caronte Campos Elíseos
En
el principio, aproximadamente 666 años A.C. (Antes de la Crisis), existía en estas
tierras una raza nativa. Esta raza vivía en comunión con su
medio ambiente, aprovechando sus recursos sin afectar su balance natural. Estaban organizados de manera primitiva, pero
muy avanzados para su época. Esta
civilización tenía su propia cultura, identidad y orden social bien
establecidos. También practicaban su
propia religión. Una religión
politeísta, basada en el culto a varios dioses poderosos. Cada una de estas deidades eran
representativas del poderío de la naturaleza.
Así, de su dios primordial, Yocahú, el protector de todos, surgen los
dioses mayores. Atabey, la madre tierra;
Yayá, dios del sol y de la luz; Marohi diosa de la luna y de la oscuridad;
Juracán, dios del viento y las tempestades, y al cual temían profundamente. A su vez, de esto dioses nacieron los dioses
menores. Algunos de ellos muy
significativos por su relación con el entorno y estilos de vida. Tal es el caso de Boinayel y Casibú, dioses
de la lluvia y del cielo respectivamente.
No
pasó mucho tiempo cuando, durante el año 459 A.C. (Antes de la Crisis),
arribara del otro lado del mundo, una raza dirigida y acompañada por su único dios,
omnipotente y omnipresente. Este
encuentro, que a través
de los siglos ha sido tergiversado por múltiples razones y factores, provocó un choque
de culturas y una épica
guerra entre dioses. La cruenta batalla
dejó su huella histórica marcada con sangre, abusos, crueldades y torturas. Tal choque finalmente culminó con un ingente
genocidio indígena. En el proceso, los
conquistadores cristianos sometieron a sus doctrinas cuasi-religiosas otra raza
según ellos inferior. Así fue el caso de
los negros africanos, los cuales fueron esclavizados e importados hacia la
nueva tierra conquistada para trabajos forzosos. Sin lugar a dudas, el dios de los blancos
navegantes y su monoteísta religión habían triunfado sobre el panteón nativo,
condenándolos a sobrevivir eternamente en los anales de la historia.
Pasados
los años,
y con un disimulado sincretismo religioso, el dios único del viejo mundo emergió como la
deidad oficial de la región
adoptada por la nueva raza surgida de aquel violento encuentro. Sistemáticamente, se implementó un proceso de
adoctrinamiento con el fin de "salvar las almas" de los recién
descubiertos herejes. Para entonces, ya
la población aceptaba como "ser superior" a su máximo representante
en la tierra, el romano entronizado.
Mientras, los dioses originarios permanecieron siempre acompañando y
protegiendo su pueblo desde los clandestinos cultos y con imponente presencia.
El calor del sol diario, la oscura y tenebrosa noche alumbrada solo por la
luna, y la furia de los vientos huracanados, eran evidencia de su desesperada
tranquilidad. Hasta que un día,
impaciente y sediento de venganza, intervino el fuerte y prepotente dios del
mar. Dirigió hasta las cercanías, con
sus bravías e incesantes olas, a la marina de guerra de un recién nacido
estado.
Para
sorpresa de los colonos, el ejército invasor estaba protegido bajo el manto de
una poderosa deidad. Una de las tantas
figuras surgidas por el cisma del cristianismo europeo. Al parecer, facciones desprendidas procedente
del poderoso dios católico, tenían las mismas capacidades y fortalezas de
desarrollo que su fuente original. Esto
sumergió nuevamente al hombre, allá para el año 54 A.C. (¿recuerdan
las siglas?) en una nueva guerra y en un nuevo conflicto divino. Al tercer día y en menos de lo que canta un
gallo (tres veces), la isla tenía una nueva dominación colonial. Luego de semejante exorcismo, los
representantes de los reyes católicos fueron condenados y expulsados del nuevo
reino. Mientras tanto, los representantes
de los intereses de la nueva metrópoli, se aseguraban de esparcir e instaurar
su Doctrina Monroe. En poco tiempo, los
fieles locales comenzaron a adorar a su máximo representante, el iluminado
presidente. Los dogmas dictados por
este, son obedecidos por los feligreses boricuas, cual ovejas que siguen a su
amo.
Para
el año
22 A.C., surgen de la oscuridad y las profundidades, espíritus
malignos que se oponen al nuevo culto.
Comienzan a poseer las almas y las mentes de las rebeldes ovejas
negras. Impulsados por tales demonios se
oponen a la autoridad del celestial imperio.
Los posesos separatistas son tildados por el canon americano de
comunistas, fascistas y falsos profetas.
Ante el auge y poder que muestran los no conversos, su eminencia
ultramarina se propone expulsarlos de la colonia. Comienza una cacería de brujas para atrapar
los demonios opositores. La nueva
cruzada provoca división entre la ciudadanía.
Creyentes y no creyentes del orden anglosajón, enfrascados en una "Jihad
criolla".
Para
el año
4 A.C., en un intento para lograr el arrepentimiento de los pecadores y detener
la herejía
libertadora, la santa sede norteamericana permite que el pueblo puertorriqueño elija por
voluntad propia un pastor y dirigente.
Dos años
más tarde, el
reverendo testaferro de los intereses metropolitanos comienza un sínodo
multisectorial para una utópica
reconciliación y
convergencia de pensamientos. Reunidos
todos los intelectuales políticos
del país en
asamblea constituyente, comienzan los trabajos para un nuevo evangelio. Dos años más tarde, la
escritura sagrada recibe la aprobación
y consentimiento del concilio congresional.
En
este instante considero pertinente realizar una analogía de tiempo y espacio,
para que el lector pueda hacer una relación de los años y sus
respectivos acontecimientos. Para el año 0 D.C.
(Durante la Crisis), es decir, para el año 1952 de
nuestra era, el elegido le da el beso de Judas a la nación
puertorriqueña. Ese año presenta,
por unas cuantas monedas, su máximo proyecto en comunión con el endiosado de la
Casa Blanca. Un ardid para provocar la
unión de las tres diferentes tendencias, la trinidad de los ideales políticos
de la época. Así, haciendo galas de su
bendita influencia sobre la mayoría de la feligresía, anuncia el nuevo
"Commonwealth of Puerto Rico".
Los fieles a la hegemonía gringa celebran al escuchar con fe renovada:
"Habemus Constitution". La
treta no logra el arrepentimiento esperado de las sectas radicales de
liberación. Razón por la cual la
inquisición presidencial continuó su ardua tarea de castigar a los apóstatas
nacionalistas.
Aunque
el arzobispado muñocista
se extendió por casi
16 años,
hasta el año
12 D.C (Durante de la Crisis) su influencia se perpetuó en los corazones de sus adoradores
hasta los tiempos modernos. La
dominación del papado continental era tan marcada, que sin importar las
tendencias de los regentes locales de turno, el sometimiento a sus doctrinas y
las pleitesías rendidas eran onerosas.
La idolatría hacia la divinidad capitalista no se limitaba a las
ofrendas y diezmos reclamados por esta. Bajo
las sobras del Conde de Ponce, también se fomentaba la inmolación de los bienes
públicos para agradar las extranjeras divinidades. En adición, ya para el año 26 D.C.,
y bajo el manto sagrado del dios, mitad hombre y mitad equino, se ofrecían
sacrificios humanos en el llamado cerro de los mártires. Tiempos difíciles para los parroquianos que
fueron sometidos a fuertes torturas y martirios. Brindaban en ofrenda todos sus recursos y
riquezas, a cambio de los bacanales y de las mal llamadas transferencias
celestiales.
La
inmensa mayoría centraba su vida en el baile, botella y baraja. Cegados por la abundancia material, no se
percataron de la realidad ante sus ojos, el diablo se viste de ángel de
luz. Así las cosas, cuando el hechizo
terminó, solo quedaba miseria, deuda, y sobre todo, grandes y costosas
edificaciones. Estos monumentos sirven
como templos de alabanza y recordación a la figura mesiánica del rosellato y
los demonios azulados. Mientras estos
seres malignos consumían todo a su paso, surgió una fuerza femenina
opositora. No tardó mucho cuando la
furia roja se transformó en la primera diosa en recibir el culto popular.
Todas
las esperanzas estaban puestas sobre su fuerza positiva y en sus promesas de un
futuro brillante para todos. Si bien es
cierto que en ocasiones parecía estar del lado de los marginados, la "Afrodita"
contemporánea siempre estaba distraída.
Resultó ser una subyugada del alcance omnipotente del ungido de
Washington. Siempre más pendiente a sus
cultos y rituales, en los cuales exigía se reverenciara su belleza y su mística
apariencia. Tal era su hedonismo, que al
mezclarse con los plebeyos, si alguno osaba en tener algún contacto físico,
aunque fuera con sus vestiduras, hacía uso de un purificador de almas. Amen, de sus largas fiestas, bodas y divorcios
con seres humanos comunes que luego de ser utilizados y consumidos, eran
abandonados a su suerte.
Aprovechando
la desesperanza y el deseo de cambios genuinos de la incauta población, llega
desde el más allá un revolucionario. Se
hace llamar Jesucristo hombre. Un dios
nativo, nacido de gente común con descendía boricua. Todos lo aclamaban y los medios noticiosos lo
seguían. Era el único que no estaba bajo
la dominación del altísimo presidencial.
Luego de recibir las ofrendas, las dádivas, y los incontables fondos
monetarios, el dios ponceño (uno de los tantos) desapareció sin dejar rastros. De este no quedó libro sagrado, culto, ritual
u obras. Ni hablar de milagros ni de
promesas de liberación. Se cree que fue
encerrado junto a otros falsos profetas y los demonios corruptos en el Tártaro.
Después
de tantas decepciones teológicas, el pueblo piensa que está maldito. Que están poseídos por alguna especie de
plaga o peste sobrenatural. Comienzan a
creer que es el castigo por tanto sacrilegio e infidelidad hacia la dominación
del ídolo foráneo. Todos comienzan a
sentir que una extraña
enfermedad los arropa. Hacen marcas en
las puertas de sus casas para evitar el contagio. Piensan que es culpa del malévolo ser al que
nombran con temor, "El Alacrán".
Venenoso, astuto, logra que los ciudadanos marchen en peregrinación
solicitando de su parte castigos y torturas impositivas. El temor se apodera de las multitudes que
comienzan a padecer la hambruna, la pereza y la dependencia. Incluso, cerró todos templos donde los
marginados pecadores recibían las migajas misericordiosas. Su connivencia con las fuerzas malignas del
lado oscuro norteamericano, provocó la muerte del profeta del machete,
representante de la teología de la liberación.
Es
tan evidente la frustración e indiferencia en la cofradía puertorriqueña, que para
el año
60 D.C. (Durante la Crisis), comienza el culto al dios de la ineptitud. Una criatura acéfala que actúa por instinto
más que por
la razón. Todo lo que mira, toca o señala, es
destruido. La crisis está en su máxima
expresión. El éxodo hacia otras tierras
es masivo. La bestia ha marcado a toda
la población con los estigmas de la pobreza.
Todos discuten, cuestionan y especulan sobre el génesis de esta Sodoma
moderna. La isla estrella ha dejado de
ser el edén, y se ha tornado en un verdadero infierno. Los demonios del
gabinete infernal persiguen, hostigan y castigan a todo incauto ciudadano que
pretende hacer el bien. Mientras, todos
aquellos que cometen y/o profesan los pecados capitales, ilegales y/o
antisociales, son premiados por el engendro del fuego. A su vez, la zafia divinidad responde a los
designios de los todopoderosos de la calle amurallada. Haciendo las veces de testaferro y recaudador
de impuestos para ofrecer tesoros a sus majestades, quienes infunden el terror
con su hambre insaciable de riquezas.
Todo
este conflicto providencial ha condenado a la congregación boricua a la
enajenación eterna. A vivir adorando los
dioses del alpha y omega, esperando ver cumplir sus promesas. Viviendo perpetuamente de la fe y la
esperanza en la llegada del verdadero salvador.
Divididos en tribus, sectas, religiones, clanes y partidos. Sufriendo el castigo perpetuo de no tener el
valor ni la capacidad mental y emocional, para elegir un buen pastor que los libere
del yugo desigual y los guíe
a la tierra prometida.
¡Levántate
y anda!
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