por Carlos Esteban Cana
Hace una década fallecía a los 99 años el novelista puertorriqueño más prolífico del siglo XX, Enrique Laguerre. Aquel 16 de junio de 2005 las letras y cultura boricua estaban de luto. El gobierno decretó tres días de duelo. Los principales escritores del país se expresaron, de un modo u otro, con respecto al valor de la obra del escritor nacido en el pueblo de Moca el 3 de mayo de 1906. A diez años de su despedida, comparto con los lectores de nuestro boletín “En las letras, desde Puerto Rico”, aquí en Buscando la luz al final del túnel, hogar cibernético del editor y escritor Caronte Campos Eliseos, unas remembranzas que redacté en ocasión de su partida. Sirvan las mismas como un sencillo homenaje a este orgulloso hijo de nuestra Patria.
Algunas reflexiones sobre Enrique Laguerre
Si no me
equivoco, conocí a Enrique Laguerre en 1992. Yo, que cursaba en aquel entonces
mi cuarto año universitario, le había solicitado una entrevista. Creo que su
número telefónico lo conseguí en la guía. Y cuando me contestó le dije que de
sus trece novelas (para aquel entonces) ya había leído 10. Y de buenas a
primeras accedió.
Puedo
resumir la experiencia con la siguiente frase: conocí a un caballero. Me
recibió con su hablar pausado y cordial. Y hablamos. Hablamos de sus novelas,
de su infancia, de su larga experiencia en el magisterio. Enseño durante 64
años y es importante puntualizarlo porque antes que escritor, Laguerre se
consideraba maestro.
Le
comuniqué que de sus novelas, mis favoritas eran La resaca (¡cómo no tener presente las aventuras de Dolorito
Montojo, su protagonista!) y Los amos
benévolos.
Conversamos
sobre la inevitable comparación que los lectores hacían de su obra novelística
con los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Laguerre mismo me indicó
que a partir de finales de los cincuenta, quizás desde El Laberinto (una amena e interesante novela sobre el dictador
dominicano Trujillo, mucho antes que Vargas Llosa saliera con La fiesta del chivo) fue muy riguroso a
la hora de trabajar aspectos como la estructura. Con eso en mente, construyó el
universo de su novela El fuego y su aire,
en la que cada capítulo funcionaba a la vez como si fueran cuentos autónomos.
Sin embargo, la culminación de su exploración con aspectos experimentales y
vanguardistas en la novela –y quizás influenciado por el Boom latinoamericano
(o como precedente del mismo)-, se encuentra en Los amos
benévolos, obra que publicó en el año 1976.
Esa tarde
también conversó sobre su rol como comunicador, aspecto que me interesaba pues
aspiraba a potenciar mi servicio cultural a través de los medios, tal como él
lo hacía. Yo conocía de sus columnas, tanto las que había desarrollado para la
radio como para la prensa escrita, y desde ambas trincheras mediáticas su labor
dio frutos palpables. Y es que, cuando nadie hablaba sobre la protección de
nuestro ambiente, Laguerre alzaba su voz, y era escuchado. Fue implacable a la
hora de denunciar la nefasta práctica del gobierno de autorizar la venta de
nuestras playas.
Recuerdo
que también hablamos de su novela más autobiográfica: El 30 de febrero. Yo le comenté que de todo el universo de
personajes que había desarrollado en sus novelas, el que más me había emocionado
fue Teófilo Sampedro, protagonista de tal novela, publicada en 1943. Laguerre
agradeció mi comentario, porque pensaba que esa novela no había sido valorada
en su justa perspectiva. Sin duda, esa fue su primera novela urbana, la que dejaba
ver su experiencia universitaria, cuando estudiaba para convertirse en
educador. Quizás el equivalente de El 30
de febrero lo encontramos en Cuentos
de la universidad, colección de su compatriota Emilio S. Belaval.
Años
después pude saludarle nuevamente en algún evento cultural, pero nunca tuve la
oportunidad de conversar como en aquella tarde de 1992. Había grabado la
tertulia para una clase, pero lamentablemente el profesor que asignó la tarea
extravió el ‘casette’.
Cuando
pienso en Enrique Laguerre, tengo que agradecer lo que significó para mí en esa
primera etapa de formación literaria. Y ahora que lo pienso, incluso desde
antes, pues había escenificado con un grupo teatral su obra dramática La resentida.
Si para
entonces me había leído con gusto la obra de León Tolstói, de Horacio Quiroga y
de Jorge Luis Borges, a los que considero mis padres literarios, fueron las
novelas de Laguerre las que me hablaron acerca del devenir histórico de mi
propio País. Y eso, en un Archipiélago Caribeño como el nuestro, no es poca
cosa. ¡Gracias, don Enrique! Mis respetos para usted, siempre.
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Carlos Esteban Cana – Comunicador y escritor. Nació en Bayamón, Puerto Rico, pero se crió en el pueblo costero de Cataño. Fundador de la revista y colectivo TALLER LITERARIO, publicación alternativa que marcó la última década de creación literaria boricua en el siglo XX. Ha trabajado en el Instituto de Cultura Puertorriqueña como Coordinador Editorial, Director de Prensa para la V Feria Internacional del Libro de Puerto Rico y como Coordinador de Medios para el Encuentro de Escritores De-Generaciones. Su periodismo cultural ha sido publicado en periódicos y publicaciones como Dialogo, Cayey, CulturA, El Nuevo Día, y Resonancias, entre otras. Fue parte del colectivo El Sótano 00931. Colaboro con el poeta Julio Cesar Pol, junto a Nicole Cecilia Delgado y Loretta Collins, en la antología Los Rostros de la Hidra.
Su periodismo cultural es reproducido en diversos espacios y bitácoras cibernéticas, con columnas como: Breves en la cartografía cultural; Aquí allá y en todas partes; Crónicas urbanas y el boletín En las letras, desde Puerto Rico, en bitácoras como Confesiones, Sólo Disparates: buscando la luz al final del túnel, Panaceas y placebos, Boreales, Revista Isla Negra y en periódicos como El Post Antillano. Tiene tres libros publicados: Universos (micro-cuentos); Testamento (antología poética; una selección de 46 cuadernos) y Catarsis de maletas (cuentos). Actualmente reside en la ciudad de Nueva York y desarrolla la plataforma multi-mediática Servicios de Prensa Cultural. Para Carlos Esteban Cana profesar creación y cultura es como recibir oxígeno; vehículos que le permiten ejercer su libertad.