Siempre encuentro a alguien que piensa que soy
un desequilibrado mental, o que soy un
desajustado emocional. Tampoco falta
quien piensa que soy un loco con graves problemas de adaptación social. Algunos me ven y se alejan por otro
camino. Otros, me gritan epítetos como,
maniaco, psicópata, o lunático (aparentemente
a modo de insulto). Otros pocos,
muy pocos, se acercan a decirme que estoy enfermo y que necesito ayuda
profesional. Solo porque evidentemente,
he llegado al “borderline” de mi personalidad.
Tal vez porque cuestiono todo lo que sucede a mí alrededor, y critico
todo aquello que me parece “fuera de lugar”.
Quizás también por el hecho de que pierdo mí tiempo escribiendo solo
disparates para este espacio. Para ser
objetivo, quizás el hecho de que visite un psiquiatra, un psicólogo y un
psicoanalista, y que además consuma cantidades ingentes de químicos recetados, validen
todas las etiquetas que me adjudican mis críticos. También debo admitir que algunas de mis
costumbres pueden resultar un tanto extrañas.
No es muy común que una persona guste de leer periódicos con varias
semanas de retraso. Tampoco es muy habitual
ver a alguien vagar en las noches y en mala compañía por los cementerios del
país, o por las murallas de San Juan con pensamientos suicidas. No es por justificarme ni nada de eso, pero
toda esa patología no surge de la nada, y tampoco se da en un vacío.
Toda esta falta de fe en la gente, mi
desconfianza hacia el prójimo, y la animadversión hacia la humanidad, es el
resultado de la manera en que vivimos actualmente. Es un mecanismo de defensa contra los estilos
de vida contemporáneos, las costumbres modernas, y contra los excesos de la
nueva cultura. Cuando hablo de cultura
no me refiero al mundo de las artes, las letras, la música, el teatro, ni la pintura. Estos son los únicos que mantienen una
“scintilla” de cordura y sensatez. Más
bien me refiero a los actos y actuaciones, a los comportamientos y actitudes, a
los sentimientos y pensamientos adoptados a través del tiempo, y que ya forman
parte integral de nuestra cultura, tradiciones, idiosincrasia e identidad
nacional. No quiero generalizar porque
se de muy buena tinta, que hay quien se ha inmunizado contra el germen patógeno
de la corriente neoliberal postmoderna y sus respectivos virus. Pero evidentemente, nuestra realidad y
nuestra cotidianeidad están matizados con un desapego cultural cada vez más
incontenible. Hemos institucionalizado
en nuestras vidas el desapego de los valores que una vez nos identificaban como
pueblo. La isla ha perdido su encanto y
ya no es un destino turístico seguro, y el puertorriqueño ha perdido su
carácter hospitalario del cual tanto alardeaba.
La prueba más clara y evidente de la magnitud del desapego que sufrimos
como pueblo, es el apagón de la laguna bioluminiscente. Nunca se hizo sentir ni pizca de indignación
por el mal manejo de nuestros recursos naturales. Amén de la intolerancia hacia los semejantes,
la discordia entre familiares y amistades, sin mencionar la incontenible
incidencia criminal en todas las clasificaciones delictivas; y la ola de
violencia domestica que tantas vidas de mujeres inocentes ha cobrado.
Para hacer el cuento largo, corto, y no aburrirlos
con tanta bazofia apalabrada, me voy a limitar a narrar (a manera de chisme) lo que me sucedió mientras preparaba mi cena
de “acción de gracias” y meditaba sobre la disyuntiva social que vivimos. Aunque no tengo mucho que agradecer, ni
siquiera a quien o a que agradecer, después de haber seleccionado un jamón de
pavo empacado y un vino de frutas barato, me dispuse a preparar la mesa para
uno. No bien terminaba de colocar el
plato desechable sobre el madero repleto de lecturas en agenda, algún incauto
osado tocó a mi puerta. Para mi
sorpresa, era una vieja compañera de estudios doctorales en materias extrañas. La doctora, quien parece no envejecer y
mantener su figura juvenil y su pelo lacio amarillo como el sol, se atrevió a
saludarme como en los buenos tiempos, con un beso en la mejilla. No quise ser descortés (tal vez sí) al no mencionar palabra alguna, pero ella por
iniciativa propia se invitó a entrar, y de paso, también a cenar. Le advertí sobre el rico y suculento pseudo
menú, a lo que accedió sin contemplaciones.
Observando todo como si se tratara de una inspección en Siria sobre
armas peligrosas, me cuestionó sobre el maletín negro con las siglas, EEUU-NSA. Le respondí de manera parca, que era un
obsequio de un viejo amigo de viajes.
Sentados a la mesa, me convertí en víctima de
un intenso interrogatorio. Ya en la catástasis de la entrevista, y sumergidos
en la embriaguez, comencé a confesar el porqué de mi vida cuasi ermitaña. Le explicaba yo a la doctora, que mi retirada
hacia el anonimato es causado por el desapego social generalizado. El desapego de la vida, de la comunidad, de
la solidaridad. En fin, un desapego de
todo lo que se relaciona a la universalidad y el pluralismo. Un desapego de la diversidad del ser humano y
lo que nos caracteriza como humanidad.
Situación que ha servido como agente conductor de la intolerancia, el
individualismo, el egoísmo, incluso ha fungido como detonante del hedonismo y
el egocentrismo imperante. No existe ya
la esencia de una colectividad abierta para todos y todas en igualdad. Solo quedan reminiscencias de lo que alguna
vez fue una cultura de unidad y hermandad.
La cohorte de los buenos tiempos ha fallecido, y las nuevas generaciones
han caído presas del sistema global dominante.
Un sistema que nos sumerge miserablemente en su juego y nos convierte en
piezas claves de su supervivencia, despojándonos de nuestros valores y nuestro
sentido de sociedad. Con el consumismo, la
libre competencia, la multiplicidad de oportunidades para realizar los sueños;
y la venta por todos los medios de comunicación masiva, de ideas y estilos de
vida diseñados para polarizar las mentes débiles hacia unas falsas
expectativas, este sistema nos ha inducido a institucionalizar el desapego de
todo lo realmente genuino y verdadero.
La doctora solo se limitaba a mirarme
directamente a los ojos y a tomar sus repetidas copas de vino cada vez más
llenas. A tal grado que me vi en la
obligación de abrir mis reservas de vinos de frutas, guardadas para alguna
ocasión especial. No cabe duda que esta
era lo suficientemente especial, ya que la doctora me seguía atrayendo igual
que en los tiempos de nuestros cursos de ciencias ocultas. Yo continuaba con mi disertación (no sin antes tomar mis pastillas para los
nervios también con un poco de vino) sobre la cultura actual puertorriqueña
y las devastadoras consecuencias del desapego instaurado en todos los ámbitos
de nuestra vida colectiva. El mismo que
nos ha llevado a tolerar y a aceptar conductas equivocadas. Incluso nos ha empujado hasta el punto de
avalar y justificar comportamientos atípicos contrarios a las civilizaciones de
avanzada, y a pasar por alto e ignorar las actuaciones inmorales y antisociales
de los sectores más favorecidos por el propio sistema. Tal es el caso de la corrupción gubernamental
y la administración pública. Salimos a
escoger los dirigentes del país cada cuatro años, a sabiendas de que hay que
escoger entre todos a los menos malos.
Mientras tanto, toleramos toda clase de abusos y maltrato
institucional. Toda acción, toda
palabra, toda ley aprobada no tiene otro objetivo que lacerar la ya maltrecha
clase media del país. Sin mencionar que
las oportunidades de una mejor calidad de vida para la clase que se encuentra
por debajo del nivel de pobreza, no figura entre los verdaderos planes
políticos, ocultos bajo las plataformas de gobierno oficiales. Pero eso nos vale madre, y continuamos con
nuestras vidas y nuestra actitud apática.
Claro, mientras esto no nos toque directamente a nosotros. Esa cultura del desapego nos ha llevado a
realizar que no existe injusticia hasta que ésta toque nuestra puerta. Ya nadie piensa en los problemas del prójimo
y mucho menos en la solidaridad.
Ella solamente escuchaba con aparente interés. Con sus ojos achinados por el vino, y con un
tono más sensual que al inicio, me comentaba que le agradaba lo enigmático de
mi pensamiento, y mi interesante personalidad al filosofar tan
vehementemente. Como yo la conozco y
recuerdo sus antiguas jugarretas, la ignoro y continúo con mi aburrida alocución
(aunque pensando que ella también se
vería muy sexy sobre la mesa). En
fin, ruego por que se aleje la tentación para poder retomar la línea de
pensamiento. Esta vez recalco las
razones para mi vida en el retiro de cualquier contacto con la gente. Todo el mundo, todo el bendito pueblo
puertorriqueño ha adoptado el desapego como cultura. Nos hemos aclimatado, a tal grado que lo
vemos como bueno y normal, la "mala leche" hacia los demás. No tenemos ningún tipo de consideración hacia
los vecinos, las amistades, los compañeros, y muchas veces ni hacia la propia
familia. Hemos decidido, abiertamente,
ser parte integral del sistema que nos sumerge sin contemplaciones en la miseria
ética y moral.
En este punto se muestra un poco
inquieta. Cuestiona si yo tengo alguna
solución a este mal diseminado socialmente.
A su vez se queja del calor que recorre todo su cuerpo, y pregunta si
puede quitarse alguna prenda de ropa.
Como yo soy loco, pero no tonto, accedí inmediatamente. Procedo a contestar su interrogante diciendo
que yo no poseo un remedio inmediato para la pandemia del desapego que nos
consume. Este está tan arraigado
culturalmente, le digo, que no vislumbro salvación alguna. Es como una escena post apocalipsis. Todo el mundo pensando en su propio bienestar
y adorando un solo dios, el dinero. Un
sistema basado en la obtención de bienes materiales para uso personal,
relegando las relaciones humanas e interpersonales. Hasta que el puertorriqueño no desarrolle una
conciencia ciudadana, basada en la ética, la moral y la solidaridad; hasta que
no asuma un rol participativo y combativo ante los problemas sociales, dando la
batalla para erradicar su origen; hasta que no recuerde como era su
idiosincrasia en mejores épocas y decida redescubrirla para las nuevas
generaciones; hasta que no derroque el sistema que burdamente fomenta las
actitudes individualistas, consumistas y egoístas; hasta que no destierre ese
desapego cultural entronizado en los corazones, que solo cosecha apatía,
discordia y enajenación; hasta ese momento, no tendremos un futuro por delante.
En este instante la dama embriagada dio un
salto sobre la mesa. Se acercó con ojos lujuriosos y respiración acelerada. Caímos al piso de mi sala enredados entre
besos, caricias y abrazos. De esa noche
no recuerdo mucho más, solo que al despertar encontré su cuerpo elástico,
estirado y desinflado a mi lado. Al fin
y al cabo, siempre supe que ella era una mujer vacía.
¡Levántate y anda!