Vagando por el nuevo vecindario, relativamente desolado, encontré algunas ánimas conocidas. Entre ellas, el escritor y poeta puertorriqueño, Angelo Negrón Falcón. Recientemente el también bloguero y hombre de negocios, fue homenajeado por los estudiantes de su antigua escuela en el pueblo de Cataño, donde recibió una medalla de la Cámara de Representantes. Más que merecido reconocimiento por su larga trayectoria en la literatura, la publicación de sus libros: “Causa y Efecto” y “Ojos Furtivos”, amén de su especialización en twitteratura.
Nuestra
furtiva conversación tuvo dos únicos puntos relevantes. El primero, que muy pronto estará disponible
para los asiduos y adictos lectores, su tercera publicación. En la misma hará galas de su talento como
literato, por lo cual no ha de extrañarnos que le valga otro reconocimiento por
parte de la academia y las autoridades entendidas en la materia (quizás la medalla del Senado de Puerto
Rico). Y el segundo, su autorización
para reproducir en este espacio uno de sus cuentos más emblemáticos. Dicho escrito es una elegía de la realidad
que han vivido, viven y vivirán muchos menores en el mundo entero. Empero, también representa una burda
ilustración del círculo vicioso de nuestra relación política, social y
económica con nuestra nación protectora.
Sin más…
La niña en el columpio
Llegar hasta allí no se le hizo difícil. Sólo tomó el caminito de piedras rodeando el riachuelo y brincó la charca por el lugar más angosto. El parque no conservaba su antigua forma: El pasto estaba crecido y los bancos deteriorado. El columpio se mantenía erguido, aunque con una de las mecedoras rota.
Se
sentó en la que le pareció mas cómoda y comenzó el vaivén despacio. En el árbol más cercano observo un pajarito
que se mudaba de rama en rama. También
diviso en el tronco el área donde ella tallara un corazón con su nombre y su número
preferido y decidió que volvería algún día a marcar aquel antiguo amigo. Llenó su mente de gratos recuerdos. Se vio correteando con otros niños. Jugando a las escondidas, en el subibaja o en
las chorreras.
Cerró
los ojos. Alteró el semblante al
recordar lo que también allí le había sucedido.
Fue un lunes. El parque estaba
desierto. Ella correteaba de lado a
lado; sintiéndose dueña de aquel paraíso.
Cantando con alegría una canción de amor a mamá. Sin que lo esperase fue tomada bruscamente y
conducida al pie de un árbol, donde sus pequeñas ropas le fueron quitadas
fácilmente. Deseó gritar, pero el miedo
no se lo permitió. Su pequeño rostro
convertido en súplica no detuvo al atacante, que como fiera salvaje la hizo
suya.
Luego
de una amenaza desapareció del lugar y de su vida.
El
cuerpo desnudo quedó tendido largo rato en el suelo. Ella no se movió hasta que las lágrimas
tocaron sus mejillas y el grito de dolor, que aún no había brotado, rompió el
silencio.
El
viento chocando con su rostro la saco de toda cavilación. Detuvo su vaivén al encontrar que se mecía
demasiado fuerte. Miró nuevamente al
árbol, ya el pajarillo no estaba allí.
Experimentó soledad. Pensó en su
vida después de aquel triste suceso.
Cuando quiso contarle a su madre, no se atrevió. Nadie, excepto ella y el ser que la atacó
conocían el incidente. Nunca se casó -
¿Cómo hacerlo? – pensó; le tenía terror a una noche de bodas.
Se
quitó las hebillas que amarraban su cabello.
Sacó un peine de bolsillo de la bata e hizo que su largo pelo canoso
cayera en su frente llena de arrugas. Se
peinó como cuando era niña, haciéndose una compartidura y dejando que el
cabello plateado le cayera libremente.
Sus años no evitaron que corriera desde el columpio hasta el subibaja y
luego hasta la chorrera. Mientras corría
empezó a escuchar risas de niños. Vio a
todos sus amiguitos invitándola a jugar a las escondidas. Al llegar al columpio acomodó en al mecedora
su fatigado cuerpo. Siguió escuchando
voces y, en loco desvarío inició una canción.
La canción de amor a mamá. Se
meció cada vez más fuerte, descubriendo dentro de sí la inocencia y la alegría
que sólo una niña de nueve años podría contener.
Dejó
de escuchar las voces, olvidó la canción.
Trató de tararearla. De repente
se le hizo un nudo en la garganta. Las
muecas de locura brotaron, y al ver unos ojos reflejados en el azul del cielo,
desesperadamente suplicó: ¡No papá! Otra
vez no, por favor…
Agradecido de tus palabras. Un abrazo.
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