por Caronte Campos Elíseos
Recuerdo cuando era más joven, hace
algún tiempo no muy lejano, como invertía mi tiempo. No puedo recordar exactamente cuánto ha
llovido, pero tengo presente todavía muchas cosas. Entre estas, siempre pienso cuando esquivaba
todo tipo de responsabilidad, por ir a una cancha a jugar baloncesto. Posponía sesiones de enseñanzas (por no decir
que cortaba clases), resumía o adelantaba reuniones de la iglesia, y a veces,
solo a veces, suspendía las comidas. Todo
por ir con un grupo de buenos amigos a quemar la fiebre del “basket”.
En ese equipo selecto de “panas”,
había un sincretismo de habilidades. Estaba el que le gustaba tirar desde
la esquina y de espalda al canasto. Siempre
pensamos, y nunca entendimos, la razón para tirar de “espaldita”, si a duras
penas encestaba de frente, y mirando al canasto. Estaba el que hacía muy buena
pareja de juego conmigo. Éramos como el Michael Jordan y Scottie Pippen del barrio. Y estaba el
que, cuando el otro equipo era casi tan bueno o mejor que nosotros, lo que era
muy difícil por nuestras capacidades en desarrollo (valga decir que ahí quedaron
y murieron, en desarrollo), se cambiaba de equipo sin ningún tipo de pudor ni
cargo de conciencia.
Pero todo era en un ambiente de
cordialidad y hermandad. Mucho respeto
hacia los demás, y siempre con la mentalidad de divertirnos y pasar un buen
rato. Nunca jugamos a nivel profesional,
pero en la medida de lo posible, intentábamos respetar las reglas del juego. Claro, siempre había quien quería pasarse de
listo, pero los fundamentos del deporte que tanto nos gustaba, estaban
presentes.
En cambio, en los tiempos modernos
eso ha variado. En la actualidad, la
fanaticada de las drogas se han apoderado de gran cantidad de canchas. Las han evacuado, literalmente, y han
expulsado a todo aquel que no pertenezca a su equipo. Las que no, el gobierno las mantiene cerrada
para eventos especiales y actividades políticas. Si encuentras una
disponible, tienes que jugar durante el día, a la luz del candente sol. Esto, porque casi ninguna de las que están en
“buenas condiciones”, tiene iluminación nocturna, y las que sí la tienen, se
apagan automáticamente a determinada hora.
Una vez encuentras una que, si ha llovido, no esté llena de agua, aunque
sea bajo techo, comienza el juego, si el dueño de la trapo 'e bola se reportó a
tiempo para el brinco inicial.
Como en antaño, hay que hacer turno
para cada juego. Los que ganan más, juegan más. Vienen jugadores de todos
los barrios, caseríos, barriadas, y hasta de otros pueblos vecinos. Se
siguen sumando prospectos de atletas, y el tiempo de juego, cada vez es menos.
Demás está decir que las técnicas, trucos, y estilos de juegos de hogaño,
han evolucionado con el tiempo. Ahora todos tienen su “librito” con sus
respectivas expectativas de lo que deben conseguir, al enfrentar a otros en un
duelo en el centro de la cancha. Con esto, el carácter, las actitudes,
las emociones, y hasta los pensamientos de cada baloncestista son
diferentes. Ninguno de los equipos
quiere perder, lo que es virtualmente imposible.
Una vez comienza el juego, todos
corren con la misma idea. Todos tienen el mismo objetivo, y sudan el
deseo de conseguirlo. El reloj avanza y los ánimos de un partido reñido
se exacerban. Brincan los corazones por la tensión de cada rebote.
La sed de triunfo se apodera de cada oponente. No hay tiradas
libres porque no hay silbato que las otorgue. El sentido de diversión y
cordialidad se queda sentado en el banco. La aversión a la derrota, pasa
como el balón, de mano en mano. La intensidad y la pasión sustituyen la
buena fe y la ética de juego. Llega el
contacto físico, inevitable en el juego cuerpo a cuerpo. El infractor se
queda sin defensa y se duerme en los tres segundos. El adversario, convertido ahora en su propio
árbitro, asume la ofensiva aprovechando la “güirita”, y le “donquea” dos proyectiles de
calibre mortal en la espalda. Sacándolo de
esta manera, del juego de la vida antes de su quinta falta personal.
Suspendido el juego por la lluvia de
sangre, se empaña lo que fue, en su día, un pasatiempo de muchos jóvenes.
Jóvenes que, como nosotros, en su tiempo libre encontraban diversión y
esparcimiento en una cancha de baloncesto. Y muchos otros que, por
diferentes razones, buscaban refugio para escapar de sus diversas
realidades. Ya no se puede ir de cancha
en cancha, buscando donde está la mejor liga. La criminalidad ha invadido
los complejos deportivos. La intolerancia se ha convertido en el uniforme de
todos. Los problemas sociales abandonaron las gradas, y se metieron
en el juego. Y a la seguridad, se le
confisca el mismo por ausencia injustificada.
Los ciudadanos, las agencias, las
instrumentalidades, y las autoridades encargadas de velar por el bien y el
orden, tiran la toalla. Se limitan a promover el deporte, regalando
balones sin asegurar las instalaciones destinadas para ello. Es menester
que se reclame para los niños y jóvenes, las mismas y mejores oportunidades que
tuvieron las generaciones anteriores. Donde puedan invertir su tiempo
desarrollando habilidades para el futuro, tanto deportivas, como
sociales.
Es imperativo si queremos evitar, que
en lugar de juegos, se pierdan más vidas.
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