por Carlos Esteban Cana
Hace 22 años, en el 1991, participé junto a Amílcar Cintrón y Al Martínez, del taller de cuentos Escritura y Práctica Narrativa, que impartía en la facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, el autor de Figuraciones en el mes de marzo, Emilio Díaz Valcárcel. Ese evento, junto a mi participación en la revista Senderos, que capitaneaba en Cataño el narrador Angelo Negrón, y mi ingreso a la Escuela de Comunicación Pública, donde conocí a quienes integraron eventualmente el equipo de redacción (Juan Carlos Quiñones, Rodrigo López Chávez y Joel Villanueva-Reyes), fueron los ríos tributarios que desencadenaron la presencia de Taller Literario en el panorama cultural boricua, eso sin mencionar al chamán que conocí en la barra del hotel El Convento, en medio de una peña literaria.
Varios cuentos salieron de ese primer taller. Aquí, sin embargo, en Solo Disparates, hogar cibernético del escritor, Caronte Campos Elíseos, quiero compartir el primer cuento que recibió la aprobación de Valcárcel y mis compañeros, después de varios intentos fallidos. El cuento se titula Una bala perdida, y terminó publicándose al año siguiente en la revista Camándula, que dirigía la escritora Ilia Arroyo. Creo que también en ese número de Camándula el poeta Noel Luna publicó uno de sus primeros trabajos.
Una bala perdida, es también el cuento que inicia el primer volumen de Fragmentos del mosaico humano. Serie que tiene como epígrafe la siguiente reflexión del psicoanalista Erich Fromm. Apunta el maestro: “El ser, si vive en condiciones contrarias a su naturaleza y a las exigencias básicas de la salud y el desenvolvimiento humano no puede impedir una reacción: degenera y perece, o crea condiciones más de acuerdo con sus necesidades”.
Sin duda que con el paso de los años y a través de mi propia experiencia he comprobado la gran verdad que guardan las palabras de este singular humanista. Bueno, solo me resta decir que a pesar del tiempo transcurrido, este primer cuento ‘decente’, aún, y lamentablemente, no ha perdido vigencia alguna. Con ustedes Una bala perdida.
Una bala perdida
como preludio, anuncia el torrencial aguacero que se avecina. Acelera los pasos. Escucha una detonación.
Debe ser un trueno. Oye otro y otro; una sensación única lo estremece, y cae al suelo. Siente, momentáneamente, una quemazón en la espalda. Sus dedos palpan la brea. Abre los ojos, y observa cómo un charquito –que cada vez se hace más grande- corre y llega a sus dedos. ¿Será la lluvia? Escucha ventanas cerrándose; ve luces apagándose; entonces, entiende lo que sucede.
De su espalda brota ese líquido que reconoce al acercar sus dedos impregnados del mismo, pues la luz amarillenta del poste no es suficiente para corroborar su presentimiento. Comienza a arrastrarse, es corta la distancia desde esa esquina hasta la acera frente a su casa, donde está su automóvil, aunque Luciano se siente muy pesado.
Se mueve con dificultad. Sigue en su empeño, mas no llega. ¿Cómo me puede suceder esto?
Corre, por su cuerpo, un frío de pies a cabeza. La respiración es de ritmo acelerado. Sus lágrimas se confunden con la lluvia, y grita:
-¡Auxilio!
Un eco seco es la respuesta que recibe en aquella calle que sólo tiene salida a un caño. No le parece extraña la sorda conmoción que produce su alarido. En el pasado, él había emitido muchos sonidos de indolencia, ante gritos similares.
-¡Ay, tengo que llegar; tengo que llegar!
Estira la mano y, lentamente, apoya su cuerpo contra el baúl del carro.
Con mano temblorosa, saca unas llaves del bolsillo derecho de su pantalón, y –quejándose- llega a la puerta. Intenta meter la llave en la cerradura pero le parece que ésta se mueve, como jugando con las llaves, que caen al pavimento.
-¡Maldita sea!
Hace un esfuerzo por doblarse por el que casi cae en la inconciencia. Lo intenta nuevamente, esta vez, alarga su brazo izquierdo, baja suave y las coge. Sube con la misma calma; la llave encuentra la cerradura y abre.
Está empapado. Cada vez llueve más fuerte. Pretende hacer funcionar el auto, que pronuncia repetidos quejidos mecánicos, hasta que lo logra. Lo pone en marcha, y, para ver la carretera, acerca el rostro al cristal delantero, debido a la inutilidad de los limpia-parabrisas, ante el azote despiadado de la lluvia.
-¿Se estará conmoviendo DIOS, de mi desgracia?- se pregunta y pasa su mano, manchada de sangre, por el cristal.
Estaciona el carro frente al pequeño edificio, y ve en la entrada personas alrededor de un joven, tendido en el suelo, con el cráneo destrozado.
-Lo tirotearon en el caserío- dice un hombre descamisado, alto y barrigón.
-Pero, ¿quién lo trajo hasta aquí?- añade otro, barbudo y descalzo, con una bolsa de latas vacías a sus pies- se fue y no ha vuelto. ¡Jum! Éste revolú, me huele a que es por drogas.
-¡Ay bendito!-interviene una enfermera-¡Aquí un muerto, pero allá adentro hay una vieja alcohólica con la pierna podrida, y un tipo que luego que lo asaltaron le dio un ataque cardiaco, y todavía la ambulancia no llega! Desesperado, al escuchar estos comentarios, arranca y se dirige a la ciudad vecina.
-¡Dios mío, si llego a entrar, nunca me atenderían!
Conduce en zig-zag, porque apenas distingue la carretera, a pesar de que ya no llueve. De repente escucha una sirena. La patrulla se interpone en su carril, y él frena bruscamente. Los guardias, con rifles en las manos, se acercan.
-Su licencia de conducir- oye una voz ronca, y sólo puede extender los brazos hacia ellos. Le apuntan con los rifles, y Luciano emite un débil alarido.
Los policías, que lo suponen ebrio, abren la puerta, y él cae. Al observar la espalda y el asiento cubiertos de sangre, ellos mismos lo trasladan a la sala de emergencia del San Isidro.
Siente que las manos anchas que lo sujetan lo depositan en una silla. Aún tiene ante sus ojos el azul del biombo policiaco, y, con gran esfuerzo, lo primero que puede ver es un letrero, en el que se lee: Lo atenderemos según su turno de llegada.
Desea moverse y no puede. Mira a su lado para pedir ayuda pero encuentra rostros inmutables ante su desgracia, y su tristeza emerge en un llanto silencioso.
Recuerda su vida: es comerciante; vive solo, y tiene pocos amigos. Aún no entiende cómo esa bala perdida pudo encontrar destino en su espalda. Y pensar que nunca salgo a esa hora de la noche, piensa aludiendo a la reunión (organizada por los comerciantes ante el crimen imperante en el pueblo) de la que regresaba.
No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando lo colocan en una camilla. Una enfermera lo arropa con una sábana hasta el cuello, y le pregunta:
-¿Su nombre?
Él mira alrededor, moviendo su cabeza de lado a lado.
-¿Su nombre, por favor?
Le parece que algo le oprime el pecho, y no puede hablar.
-Lucia... – es lo último que logra decir. La enfermera lo observa detenidamente.
-Doctor.
Un hombre gordo, calvo y con espejuelos se acerca lentamente.
-Está muerto- dictamina y con la sábana que el cadáver tiene alrededor le cubre el rostro.
La enfermera, tranquila, camina hasta la ventanilla de la sala de espera, y dice:
-El próximo.
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Para el periódico cibernético El Post Antillano también publica su columna "Breves en la cartografía cultural". En verano del 2012, Carlos Esteban publica Universos, libro de micro-cuentos bajo el sello de Isla Negra Editores. Otros dos libros aparecerán durante el presente semestre. El primero titulado "Catarsis de maletas: 12 cuentos y 20 años de historia", ofrece una vista panorámica de una pasión que el autor ha desarrollado, por cuatro lustros, en el género del cuento. "Testamento" es el segundo de los libros mencionados, poemario antológico que reúne lo más representativo de su poesía; género del que Cana manifiesta: "Fue la propia poesía que me seleccionó como medio, como intérprete". Cana es conocido además por haber fundado la revista y colectivo TALLER LITERARIO, que marcó la literatura puertorriqueña en la última década del siglo XX en Puerto Rico.