por Caronte Campos Elíseos
Después de cerrar un trato bastante lucrativo en el Viejo San
Juan, me detuve en un colmado cercano. Aprovechando
la bonanza para abastecer mis reservas ante la advertencia de huracán. Ya les he contado que no puedo apertrecharme
sin mi cisne gris, el murciélago negro, el castillo y la presidente. También les he mencionado que la antena de mi
televisor solo recibe señal de un solo canal.
Pues, para hacer el cuento largo, corto, el susodicho canal anunció un
cambio operacional. En el mismo informó
la decisión sobre la eliminación de todos los noticieros locales que transmitía,
despidió 109 personas (entre reporteros, técnicos, y talentos) y confirmó que
se convertía de manera inmediata en una repetidora. Hasta ahí, creo que no hay nada malo en la
noticia.
Siempre los despidos de trabajadores, por las razones o
motivaciones que sean, son tristes y penosos.
En especial para las personas que trabajan con ánimo y sacrificio, y no
esperan que les suceda un evento tan devastador. Por esa misma razón es que yo, desde hace
mucho tiempo, no trabajo. No estoy
preparado emocionalmente para una decepción de esa magnitud. Padres, madres, jefes y jefas de familia de
repente sin la seguridad de un salario fijo para sobrevivir en un país en crisis. Menores, estudiantes, ancianos y enfermos,
víctimas de la realidad laboral de sus proveedores y encargados. Ese fatídico día para los 109 ex-empleados
estará en la memoria con lágrimas, gritos, desmayos, incredulidad e
histeria. Hasta aquí, nada raro en este
panorama. Eso es pan de cada día, como
dice la biblia cristiana.
Mientras tanto, la opinión pública se matiza por las diferentes
reacciones. Todo un país indignado. Las redes sociales se inundan de expresiones
de solidaridad. Los medios comienzan a
tejer historias y entrevistas. Los
despedidos llorando, sufriendo, y lamentándose.
Todo el mundo indignado. Los
programas de escándalos haciendo su agosto.
Páginas y sitios de internet llamando al boicot contra el cruel
patrono. Televidentes con el corazón
roto frente a los televisores, computadoras y teléfonos móviles. Esa es la idiosincrasia boricua,
solidarizarse con el que otro, que no ha sido uno mismo, ha jodido. Todo un pueblo indignado. Hasta este punto, nada fuera de lo
común.
Todo tiene su origen cuando, propiciado por el gobierno, los
servicios ofrecidos al pueblo comenzaron a pasar de manos públicas a
privadas. Este pase de batón con el
patrimonio nacional se ha presentado en diferentes modalidades. Venta, alquiler, privatización, alianzas
público-privadas, son algunas de estas. Empresas
locales, foráneas, y hasta fantasmas toman protagonismos en la prestación de
servicios. El gobierno subcontrata
compañías para hacer lo que el Estado nunca ha logrado hacer, ofrecer buen
servicio. Estos contratos lucrativos
para estas firmas, redundan en ganancias para los accionistas en detrimento de
los servicios y las condiciones de trabajo de sus empleados. Así las cosas, con este panorama en el
mercado local, empezaron a llegar empresas de capital extranjero, incluyendo
las de telecomunicaciones. Nada ajeno
para nosotros este panorama. Estos
esquemas son parte inherente de nuestro sistema.
Para el año 1998 el gobierno vendió la telefónica. En contra de la voluntad popular y a fuerza
de macanas y molleros, cedió los activos.
Hoy no tenemos ni telefónica ni rastros del dinero de dicha venta y unos
obreros en luchas eternas en defensa de sus derechos. Para ese mismo año se vendieron los Centros
de Diagnóstico y Tratamiento (CDT). Hoy
los servicios de salud están en manos privadas y la salud pública en
eutanasia. Poco antes, para 1995 se habían
vendido las Navieras de Puerto Rico, en una transacción que dejó una deuda que
hasta el sol de hoy figura en los libros y arrastramos como mesías a la cruz. En el 2002 llegó Ondeo, con el propósito de
administrar la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados. A los
dos años se ahogaron en una pobre gestión, dejando la corporación en una sequía
administrativa, estructural y fiscal.
Las autopistas, el aeropuerto, el tren urbano, son claros ejemplos de
que el gobierno es incapaz de lograr una sana administración. Hasta el Departamento de Educación depende,
en gran medida, de la privatización de muchos de los servicios que debe brindar
a los estudiantes. Todo esto con el
agravante que suponen los miles de empleados cesanteados por un estatuto
legal. Todo consentido como normal y
bueno por los generosos puertorriqueños.
Nada extraño, hasta aquí.
Entonces, ¿Dónde carajos está el punto de partida de esta
tragedia? ¿Dónde comienza la relación y
paralelismo con lo sucedido en Univisión Puerto Rico? Después de varias botellas vacías, las cosas
se van viendo con más claridad. La
empresa privada parece haber extrapolado ese modelo gubernamental para
aplicarlo en sus operaciones diarias. Bancos
en quiebra, cierre de restaurantes, de librerías y heladerías, amén de las
reducciones de beneficios a los trabajadores.
Sin mencionar el abuso de ofrecer empleos a diestra y siniestra, pero a
tiempo parcial y sin beneficios mínimos.
Todo parece indicar que el comercio puertorriqueño está emulando al
gobierno. Después de la quiebra de
Tele-Once, el canal fue a parar en el año 2002, al portfolio de Univisión. Como era de esperarse, dio inicio lo que
podría denominarse, “crónica de un
despido masivo a los cuatro vientos”.
El canal comenzó a importar sus programas originarios. Esos que producen en sus propios estudios,
con sus talentos contratados con el acento “uni-versal”, y que simplemente el
costo de retrasmitirlo a los boricuas ávidos de cosas nuevas, es prácticamente
cero. Muchos de esos programas, con
diseños para la cultura mexicana.
Pensados para la idiosincrasia mexicana y para los mexicanos residentes
en los Estados Unidos. De esta manera,
los hogares criollos comenzaron a sentir una tercera invasión mediática. Los menores comenzaron a ver el Chavo del Ocho (nuevamente), las mujeres a ver infinidad de novelas con las mismas
tramas, y los hombres a llorar con la Rosa
de Guadalupe, sin siquiera ser católicos (ese es uno de mis programas favoritos). Luego llegaron los “reality shows”. Nombres pegajosos como: “Mira quien baila”,
“Mira quien canta”, Mira quien baila y canta”, “Mira quien chinga la
madre”. Todos y todas pegados a sus
televisores esperando la hora de emitir un voto por las redes sociales. Toda la semana enviando mensajes de a dólar
cada uno, con el fin de salvar de la muerte súbita a sus favoritos.
Todo un esquema bien pensando para aclimatar las mentes incautas
de los nativos hacia los programas enlatados e importados. Una vez logrado el objetivo de tener un
pueblo dormido frente a las pantallas planas mirando programas repetidos, llega
el puntillazo final. El despido de
reporteros y reporteras que han trabajado informando al país por los pasados 25
años. Entonces comienzan las preguntas
hipócritas e incrédulas. Nadie se da por aludido. Fuimos nosotros los que contribuimos a que
estos afanosos de los medios fueran expulsados de sus puestos. Apoyando, auspiciando, consintiendo ese
modelo mediático. Contrario a su lema
inicial, ya nadie está en casa. Solo
queda una repetidora de programación que en nada se relaciona con su audiencia
cautiva.
Después de que el alcohol en mi sangre rompiera los niveles de Bavaria,
llegué a una conclusión. Estamos
acostumbrados, como país, a que nos cojan de pinsuacas. Desde los años noventa, quizás un poco antes,
vivimos bajo el mismo libreto. Como
primer actor, el gobierno. Llevando a la
quiebra los patrimonios y corporaciones públicas para luego hacernos creer que
están mejores y serán más funcionales en manos privadas. Lo hicieron con las ya mencionadas arriba, y
tienen en agenda oculta a la Autoridad de Energía Eléctrica, la Universidad de
Puerto Rico y sus recintos, los puertos, educación, Centro Médico, y dios sabe
que otras cosas. Estamos tan
domesticados que no sabemos reconocer cuando estamos siendo víctimas de los
artilugios propagandísticos. Una vez
más, el puertorriqueño muestra su incapacidad de anticipar lo inesperado. Y para colmo de males, la empresa privada
quiere convertirse en una extensión del gobierno. Copiando y aplicando a sus operaciones todos
los principios gubernamentales para un desastre perfecto. Ya, hasta la buena atención al cliente ha
pasado a segundo plano en éstas mega corporaciones. Su principal y único objetivo es mejorar su
salud financiera, en detrimento de la salud financiera y mental de los
trabajadores nacionales. Mientras, la
crisis económica recae pesada en los hombros de la clase obrera, so pretexto de
salvar los industriales y sus intereses.
Si no nos gusta ni complace esta realidad (yo, al final no veo el dilema), solo tenemos una alternativa. “Apagar
el televisor”. Mientras sigamos
apegados a la misma programación mental, al mismo canal hipnótico de dominación
mediática, viviremos eternamente repitiendo la misma historia y transmitiéndola
a las futuras generaciones.
¡Levántate y anda!