Por: Antonio Aguado Charneco
La bata, estilo albornoz, colgaba suelta alrededor de la
mujer sentada en la butaca. Frente a ella brillaba el monitor de una ordenadora
de palabras, en el que se podía leer: Las
garras de los criminales ocultas bajo elegantes guantes…
El cabello de Carmicci, recogido alto, se mostraba muy negro
y brilloso con la humedad de un duchazo reciente. Por su cuello todavía se
deslizaban, acariciantes, lentas perlas de agua mientras sus dedos viajaban con
celeridad pulsando el teclado: Comprando
influencias en las esferas gubernamentales e intimidando luego a las
autoridades con sus prepotentes credenciales políticas.
Por la pálida piel de su rostro viajó un temor, un tic,
desde el ojo izquierdo hasta la boca; se ocasionó un leve tremor en el carnoso
labio inferior cuando la periodista se atrevió a oprimir las letras, en una
posible fatídica secuencia, de una cualidad acusadora: El afán de lucro de unos grandes comerciantes, la codicia desmedida de
unos acaudalados profesionales, le facilitan a los narco-traficantes los
dineros para financiar la importación de vicios que alienan y esclavizan.
La sombra entró a su área de visión causándole un
sobresalto; pero la reportera volvió a calmarse cuando sus ojos aquamarina
reconocieron a Carlosomar. Él le alargó una copa de champán; con un gesto se
disculpó por la interrupción y con otro le indicó que continuara su labor.
Carmicci sonrió y se estiró sobre el butacón que utilizaba
solamente cuando iba a escribir. Mientras sorbía el casi congelado líquido
dorado, escanciado por su adorado, se sintió muy dichosa; tan sólo llevaban una
semana viviendo juntos y ya ella sabía que iba a ser una relación por toda su
vida… Así resultaría ser.
Mientras lo escuchaba quebrando hielo, a punzón, pensó que
para ella Carlosomar lo tenía todo: inteligente, apuesto, buen amante… tanto en
la cama como en el asiento de sus autos deportivos; ambicioso, sumamente
ambicioso, en vías de hacer fortuna por
sus habilidades como corredor en la bolsa de valores; cariñoso, en extremo
cariñoso; también fascinado con el oficio de ella, o sea, que no existía
preocupación de que se antojara que ella dejara su trabajo.
Carmicci colocó la copa vacía en un tablillero adyacente
para reanudar su tarea: En este último artículo de la serie se
mencionarán los criminales, junto a sus aliados de cuello blanco, y grandes
firmas comerciales involucradas en el contrabando, en el comercio ilícito, con
la utilización de furgones de carga conteniendo muy poca mercancía legal…
Las manos de Carl, apócope en el cual él insistía, se
ciñeron alrededor de la nívea garganta de la joven; y los dedos, helados,
debido al contacto con los hielos de la cubeta que albergaba el
botellón, ocasionaron en ella un escalofrío. Con los pulgares él procedió a masajearle
la nuca.
Carmicci cerró los ojos y volvió a sonreír. Carl la mimaba
tanto: la manicuraba y le depilaba los vellos, para que ella no tuviera que
perder tiempo en el salón de belleza; incluso le secaba los oídos con palitos
de punta en algodón. Tan considerado Carl, siempre tan caballeroso.
La reportera sintió las manos alejarse. Luego el hormigueo
de la motita algodonada limpiando dentro de su oreja derecha. Carmicci se
relajó más, esperando las cosquillas en el otro lado; en vez de ello sintió un
punto gélido que la tocó dentro del mismo oído
El picador de hielo penetró por el canal auditivo con sonido
de fuelle desinflado, en suave movimiento por un orificio de entrada, sin
oposición ósea. La muerte cerebral, instantánea, desmadejó a Carmicci arriba de
la butaca como marioneta deshilada; aquél asiento ya no se usaba sólo para
escribir.
Carlosomar extrajo el picahielos lentamente del oído,
orificio de salida; el lugar herido cerrando en vacío, sin provocar hemorragia;
una única gota de sangre se asomó, lágrima roja transformándose en acusador ojo
de rubí. Un palillo punta de algodón absorbió el lunar colorado.
Carl enfundó el punzón en su vainita de cuero antes de
colocarlo en el bolsillo interior de su chaquetón. De otro bolsillo sacó un
teléfono celular, marcó y habló: “Hecho...
Ya los muchachos en el correo no tienen que preocuparse de que los expongan.
¿Cuál va ser el diagnóstico de nuestro patólogo, el forense? ¡Aneurisma! Oquei”
Entonces con una cucharilla de platino, colgada de una
cadenita alrededor de tu pescuezo jincho, procediste a darte varios pases de
cocaína. Después te pusiste a reorganizar la escena del crimen mientras
terminabas la champaña.
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Antonio Aguado Charneco - nació en Arecibo, tierras del
Cacique Jamaica Aracibo, señor de las márgenes de Abacoa. Es narrador efectivo
en la traslación del lector al mundo primordial, manejador del vocablo taíno y
guerrero experimentado en las lides de construir episodios del mundo original
de nuestros antepasados, como les llamaba Corretjer. Sobresalen en su obra con
fuerza y realismo mágico las novelas Bajarí Baracutey: el taíno de la cueva
(1993), mención honorífica en el certamen del Ateneo; Anacahuita: Florespinas
(2006, EDUPR), primer premio en los Juegos Florales de San Germán. Así como
Ouroboros: seis cuentos galardonados (1985), premiado por la UNESCO y Sendero
umbrío –cuentos- (1997). Entre sus obras inéditas destacan las novelas Guarocuya
(3ra de la saga indigenista); Mediomundo (en torno a unos inmigrantes de Islas
Canarias); LuzAzul (de temática erótica) y las colecciones de cuentos:
Narcocuentos; Al sur del ombligo; Flores de muerte (relatos de Méjico); Cuentos
con Zeta; Hálitos del Averno (antología), Soseiva Sotaler en los Umbrales
Umbríos y Aryanation - Order of the New & pandeza, The Last Influemiauna
novela en inglés que se ocupa del
resurgir del neo-nazismo. También tiene varios libros de ensayos.
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