por Caronte Campos Elíseos
Después
de mi última desilusión amorosa, me propuse comenzar el nuevo año con renovados
bríos. Acepte la posibilidad (aunque mínima) de que padezca algún
desorden mental, espiritual o tal vez emocional. Recordé entonces la sugerencia de un buen y
viejo amigo que era sacerdote, de compartir con personas con la que tuviera
cositas en común. Lo llamo amigo no por
ser sacerdote, sino por ser bueno (no
digo por viejo, por si está leyendo en estos momentos). Me dispuse entonces a buscar algún grupo de
referencia con el cual pudiera compartir situaciones similares. En la búsqueda, encontré un colectivo de
poetas y escritores. Me pareció una buena elección ya que las personas con
tendencias artísticas compartimos las mismas inquietudes (al menos en su mayoría).
Los contacté por las redes sociales y después de resumirles mi caso (con
cautela y solo lo pertinente), tuvieron la deferencia de invitarme a uno de
sus famosos juntes.
Algo
excéntrico el grupo, decidieron pasear por el mismo centro de Rio Piedras. Allí donde el progreso del Súper Tren parte
por la misma mitad un casco urbano invadido por las pestes de desechos humanos,
y la desolación provocada por los
grandes centros comerciales. Una vez
todos reunidos en el restaurante más cercano (el del rey de la comida rápida), comenzamos la “hora feliz”, la de la terapia
grupal. Pensé que por ser el invitado de
honor y posible nuevo miembro (del
adjetivo membresía) me tocaría el primer turno. Para mi sorpresa no fue así. Después de que los profesores universitarios,
las bibliotecarias, los hombres de negocios y los frustrados empleados gubernamentales
desahogaran sus penas, sus lamentos y sus resentimientos con el mundo, por fin
llegó mi turno. En este instante uno de
los organizadores de aquel conclave, sugirió salir a observar los murales que
decoran los edificios cercanos. No me
dieron tiempo para descargar mis angustias, esas que me mantienen en una
depresión permanente. No pude
despotricar contra los causantes de mi esquizofrenia severa y de mi eterno
desajuste mental. No tuve más remedio
que unirme a la caminata, con la esperanza de poder arremeter más tarde contra
el gobierno, los políticos, el sistema y contra el cupido de las flechas
envenenadas.
Así que,
luchando contra mi agorafobia crónica, me uní a la comitiva en su “inspirador paseo”. Mientras ellos se elevaban en su viaje
turístico y se perdían entre las pinturas sin finalizar, yo pensaba en las
razones por las cuales fui a parar allí.
Casi llorando pensaba en la suerte que rodea los grupos de referencia a
los que he pertenecido y a los que pertenezco.
Mientras transitaba por aquellas desniveladas aceras, recordaba el de
los indios taínos. Siento algún grado de
pertenencia por este grupo, por obvias razones, pero no puedo borrar de mi
mente todo lo que el sistema educativo nos enseña sobre ellos. Viviendo a merced de las inclemencias del
tiempo, haciendo trueques de buena voluntad, perseguidos por los hambrientos
Caribes, y descubiertos por los españoles y el nuevo mundo, estos seres
precolombinos se extinguieron (con un
poco de ayuda de los recién llegados cristianos). No sé si todas esas historias son completamente
ciertas, pero sí puedo asegurar que los libros se han encargado de traernos los
supuestos legados de esa raza desaparecida... la buena fe y la
hospitalidad. Para los efectos, estos
seres indígenas siempre mostraron su lado pacifico (por no decir apendejao) ante las adversidades que
enfrentaron. Al menos eso es lo que
perdura en nuestra historia colectiva y en nuestra psiquis. Nunca sale a relucir la capacidad ingeniosa,
trabajadora, adaptable, y mucho menos la capacidad militar y defensiva que poseían,
en especial al defender su tierra de los carnívoros visitantes. Amén de las habilidades para la organización
y el sustento de todas las tribus. Sin
mencionar las sublevaciones contra los colonos blancos que amenazaban su
supervivencia y agredían la moral de los anfitriones.
Mientras
esos cuatrocientos años de falsas historias pasaban por mi mente como una
película en blanco y negro (ironías de la
vida), el gremio artístico hacía su siguiente parada en la librería de
turno. Luego de varios intercambios de
impresiones sobre algunos libros y compartir opiniones sobre uno que otro
escrito, pensé que habían llegado mis “quince
minutos de fama”. Nada más lejos de
la realidad. Los artífices de la palabra
acordaron en el acto, continuar con su excursión por las calles hediondas de
cuentos y leyendas urbanas. Me tocó
quedarme nuevamente con las palabras en la boca. Igual que me quedé con tantas cosas en la
punta de la lengua, aquella mañana cuando descubrí la verdad sobre mi
amada.
Salí
tras el cortejo literario con mi complejo de inferioridad a flor de piel. Las imágenes de otro de los grupos de
referencia con los que me identifico, no paraban de pasar frente a mis ojos
desvaídos. Los negros, encadenados, arrancados e importados desde su lejano
hogar, traídos como objetos, como propiedad privada, con todas sus libertades
restringidas por razones pseudoreligiosas.
La supremacía blanca haciendo galas de poder y hegemonía sobre una
supuesta raza inferior. Obligados a
trabajos inhumanos, en condiciones infrahumanas, y alejados de todas sus
costumbres y cultura. Sometidos a la
trágala, a una cristianización ininteligible.
Pensaba, mientras me acariciaban los inconfundibles aromas de calles, en
lo poco que se habla de la resistencia negra.
De los intentos de sublevación por parte de los esclavos, de los
intentos de mejor vida de los llamados cimarrones, de la lucha frontal contra
la imposición de creencias y la supervivencia de (hasta nuestros días), de una religión protectora y esperanzadora. Nos quedamos con las imágenes de las cadenas
y el carimbo como símbolo de sometimiento.
Sin pensar ni considerar la resistencia férrea y la trascendencia de una
raza duramente maltratada.
Una vez
más, el clan de los ilustrados parece detenerse. Esta vez frente a la estampa viviente de los
tres reyes magos. Con estos, ya eran
cuatro los reyes visitados en la travesía.
La escena era patética. La calle
desolada, tres hombres disfrazados con la inocente convicción de preservar la
tradición, siete adultos infantiles, y dos niñas ilusionadas. Patética la escena no por lo pintoresca, sino
más bien por la pobre y casi nula concurrencia.
Muestra evidente del Desapego cultural que nos arropa como país, como pueblo. Ya ni siquiera por casualidad fomentamos las
más emblemáticas tradiciones. Ya
involucrado en semejante espectáculo, me propongo aprovechar la presencia de
los magos soberanos para ventilar las intimidades de mi caso (mis delirios, mis alucinaciones, mis
complejos, mis desamores y desencantos).
Al final del día, esa es la razón verdadera por la que estaba allí. No obstante me dispongo a comenzar mi
oratoria, los creadores apalabrados retoman su ya cruel peregrinación. Incluso, en un breve parpadeo, hasta los
personajes barbudos habían desaparecido sin dejar rastro (hasta llegué a creer en sus poderes mágicos).
Superado
finalmente el ataque de histeria y de llanto, corrí tras la cuadrilla de
intelectuales. A la vez que corría tras
ellos, mi mente se ocupaba de asociar todo lo que me ocurría. Llegó a mis pensamientos uno de mis grupos de
referencia por los cuales siento gran deferencia. Los criollos locales procedentes de la mezcla
de las tres razas originarias. Esos
mestizos que nacieron de la mezcla de los desaparecidos taínos, los blancos
invasores, y el actualmente “grupo protegido” (que en aquel entonces no lo era del todo), los negros
esclavos. Después de doce largos años
pasando por las escuelas de este país, hoy conozco muy poco sobre estos
nativos. Solo tengo algunos leves
recuerdos sobre las enseñanzas relacionadas con ellos. Salidos del famoso encuentro de culturas,
vivían en minoría en su propia tierra.
Forzados a sobrevivir trabajando la tierra en la que, siendo dueños,
vivían como “arrimaos”. Con pocas posibilidades de recuperar su
propiedad, recibiendo como pago cupones de intercambio por cada jornada de
trabajo. Recibiendo todo el peso de la
producción nacional, para obtener a cambio la comida diaria (lo que la iglesia llama desde entonces el
pan nuestro de cada día). Pero poco
se habla sobre las revueltas de estos primeros boricuas en reclamo de sus
derechos. Se minimiza y se solapa con la
“historia oficial”, las sediciones y
conspiraciones con el fin de obtener la libertad que en su momento gozaron sus
ancestros. Se demonizan los hechos
históricos que evidencian el hastío de una raza sometida por siglos a yugo
extranjero. Los gritos del pueblo (Lares, Jayuya, etc.) se acallan como
siempre, con baile, la botella y baraja.
Fatigado
por la larga carrera y empapado por la lluvia incensaste, diviso a la virtuosa
bandada de escritores entrando a un restaurante italiano (pseudoitaliano, debo decir).
Este magnífico grupo de referencia que escogí para mi catarsis personal,
y que se jactan de ser defensores de la cultura local, decidieron terminar su
fantástico encuentro a lo "New York
Style"… comiendo pizza. Entre
trozos de “pepperonis”, jarras de
Coca-Cola y poetas con dieciséis porciones del suculento manjar en las
costillas, las conversaciones fluctuaban entre lo más sublime de las fuerzas
del Universo, hasta lo más burdamente mañosos del mercadeo capitalista. Víctima del tedio y la desidia, me levanté de
la silla bruscamente. Poseso por la ira,
comencé a decir todos los disparates que pasan por mi mente. Inicié la perorata hablando del último grupo
de referencia que vino a pensamiento, el puertorriqueño contemporáneo. Si, ese en el que cabemos todos los que hemos
heredado los defectos y virtudes de los primeros tres. Pero que por razones puramente coloniales ha
olvidado su verdadera historia, y la ha sustituido por la versión
imperial.
Nos
hemos creído la leyenda de los indios mansos, de los negros resignados a las
cadenas y de los criollos explotados por los grandes intereses. Todo eso es lo que reflejamos en nuestra
cotidianidad actual. Aceptamos y consentimos,
dócil y sumisamente, todos los abusos y atropellos que el sistema constitucional
permite burdamente. Nos dejamos
domesticar por los medios de información masiva. Nos sometemos libre y voluntariamente a los
designios de los “tigres del sur” y
los “blancos tiburones”. Nos persignamos ante los mesías y los acaudalados
pastores, a los que seguimos como ovejas ciegas camino al matadero. Nos prestamos al mejor postor para seguir el
juego de la autodestrucción y el autosabotaje.
Dejamos de ser los más hospitalarios, incluso con los paisanos. Arrastramos las cadenas, ya no en los pies,
sino en las mentes y en las almas.
Entregamos nuestra tierra y nos conformamos con lo poco que deje la
explotación laboral como dádivas.
Mientras continuaba con mi fútil discurso, los desinteresados
interlocutores comenzaron a abandonar el lugar.
Cegado
aún por la rabia, yo continuaba mi alocución sin pausa. Les decía que no tenemos remedio, que somos
causa perdida. Que en gran medida he
perdido la fe en el sistema y en la humanidad, por causa de esa indiferencia
general hacia nuestra realidad colectiva.
Por la apatía al conocimiento y por el miedo inmenso a reconocernos como
descendientes de una mezcla de razas y culturas que nos puede hacer
grandes. Pero preferimos estar arrodillaos
ante el extranjero y venderle al verdugo, por unas pocas monedas, nuestro
propio hermano. Incluso, señalamos,
criticamos, y si es posible obstaculizamos a los que sí están dispuestos a
reclamar sus derechos. No somos capaces
de luchar ni de asumir una actitud solidaria con los que hacen frente a las
injusticias. Por el contrario, no
apoyamos ninguna causa que no sea la individual. Sin entender que el hecho de que alguno se
levante dignamente, eventualmente será nuestra reivindicación personal y
colectiva. Hasta que no recozamos en
nuestra sangre la gallardía taína, la fortaleza y resistencia negra, y el valor
de los criollos que tuvieron el coraje de elevar su grito, seguiremos
encadenados a un pasado inventado, atados a una realidad ficticia. Si no encontramos nuestro verdadero ADN, el
futuro será implacable con las próximas generaciones de puertorriqueños
adoctrinados.
En ese
instante de desahogo necesario, calmado ya por la tensión liberada, me percato de
que todos en la mesa se habían marchado.
Dejaron solo las bandejas plateadas y los vasos con hielo en proceso
descongelamiento. Nuevamente siento en
mi corazón una decepción muy similar a la que dejó mi querida y deseada
Perséfone al marcharse aquella noche cruel.
Superado el desvanecimiento temporal, me dispongo a salir del
lugar. No sin antes recibir de manos del
mesonero, la cuenta por pagar.
¡Levántate
y anda!