No estoy seguro si es que me encuentro (nuevamente) en el umbral de la locura, si es a causa de la oscuridad de mi intelecto, o es que simplemente soy víctima de algún maleficio emocional. Pero en estos días de expectación global a causa del llamado Coronavirus, y más localmente, por la indignación por el asesinato de Alexa, me siento mentalmente sensible. Entre noticieros amarillistas, analistas por segmentos de 4 minutos y un gobierno eminentemente incapaz, la vida transcurre con normal mediocridad.
Poco
atento (como me caracteriza) a las
noticias relevantes del país, ocupó mi atención toda clase de argumentos sobre
el homicidio de la mujer transgénero.
Desde homofobia, intolerancia, incomprensión, apatía, discrimen, la indiferencia
de algunos; conjugado todo con la preocupación por la seguridad, privacidad y
derechos de otros. No soy un ducho en
los asuntos del idioma, definiciones y diccionarios, pero generó en mí cierta
suspicacia el tema de la tolerancia. En
medio de la indignación sobre el comentado caso, surgía el llamado y el reclamo
general hacia la tolerancia. Si bien es
cierto que la tolerancia es elemento fundamental y esencial para la buena
convivencia, en ocasiones se desvirtúa su significado. En todo crimen y/o crimen de odio que culmina
en la perdida de una o más vidas, hay un problema de fondo y con raíz más
profunda que la intolerancia. El
desprecio a la vida de nuestros conciudadanos, el derecho más fundamental de
todo ser humano, es el germen de la descomposición social que
experimentamos. En mi opinión, se
toleran gustos, tendencias, prácticas y… opiniones; pero la vida, propia y de
otros, se respeta. Según mi
entendimiento (que no es muy ilustrado)
el respeto y la dignidad humana no deben estar subordinadas a la tolerancia;
esta vendría a complementar aquellas.
Por
otra parte, tenemos el otro virus, el COVID19.
Hasta ahora, el resultado directo de esta pandemia para nosotros ha sido
poner de manifiesto la incapacidad del gobierno. La estulticia de nuestros gobernantes ha
quedado patente sin necesidad de aplicar algún reactivo. No saben de matemáticas, no saben de
geografía y mucho menos de diagnósticos y medicina. Nuestra salud está en manos de incompetentes
que ni siquiera conocen sus funciones básicas y más elementales; el bienestar
común. El detrimento social que vivimos,
tiene su máxima expresión en la actitud de la clase política. La ineptitud de estos funcionarios frente a
las grandes tragedias naturales, ha costado más vidas que cualquier otra
enfermedad de temporada.
Sospechosamente,
cada vez que el gobierno norteamericano tiene su famoso censo cada decenio,
este viene acompañado por una nueva amenaza global. Tal fue el caso de la gripe porcina H1N1 hace
exactamente una década. Cualquiera diría
que prefieren contar cadáveres que vidas, para luego esconderlos en vagones. Mientras tanto, las megatiendas tienen una
nueva época de bonanza, vendiendo a sobre precio artículos de primera necesidad. Sin mencionar las grandes farmacéuticas que
esperan ansiosas el descubrimiento de la vacuna que sirva de panacea; a la vez
que medran de la crisis general.
Suponiendo que no crearon el problema en un laboratorio para luego mercadear
la tan esperada cura.
Así
discurre nuestra vida insular; entre epidemias criollas y pandemias globales. Polarizamos la atención en distracciones y
nimiedades, mientras se esparcen y reproducen como virus y bacterias mortales
los problemas sociales. El desprecio a
la vida y los derechos fundamentales, el discrimen, la intolerancia, la
indiferencia generalizada y el desapego individualista sirven de trampolín al
desgobierno, a la apatía gubernamental y la corrupción institucional. Padecemos el síndrome de Estocolmo. Consentimos, y hasta nos convertimos en
cómplices de los que tienen secuestrada nuestra voluntad y nuestro futuro. El fanatismo político nos lleva a aceptar,
incluso a justificar, las agresiones indiscriminadas del partido de turno en el
poder; aunque esto sea la cosa más insalubre que puede sufrir un pueblo.
Pero
este próximo noviembre se termina nuestra eterna cuarentena. Llega el tiempo de vacunarnos contra los
corruptos, parapocos y oportunistas. Tendremos
una nueva oportunidad de poner en remisión la descomposición social, salir de
la eutanasia a la que nos han sometido y recuperar nuestra salud nacional.
¡Levántate
y anda!
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