por Caronte Campos Elíseos
Al regreso de un viaje largo por
el viejo mundo y que se extendió por varios meses, me encontré vagando
nuevamente por las calles. Llegué hasta
una escuela vacía y abandonada, de esas que han clausurado por falta de
presupuesto. Solamente quedaba parte del
letrero escolar que leía el apellido, Pedreira.
Rondaban las tres de la mañana, y encontré en el plantel un hombre solitario. Se me acercó y me preguntó qué se me
ofrecía. Respondí que solo quería ver
las facilidades. El se ofreció a darme
el “tour” personalmente. Cerró los
portones con candado. Esto, según él,
para que nadie tuviera acceso al plantel escolar. Comenzamos por la cancha de baloncesto sin
techo y sin canastos; fuimos también a los salones, todos sin puertas y sin ventanas. Visitamos los baños, sin inodoros ni
lavamanos. Pasamos por la biblioteca,
sin libros. Las paredes llenas de
cables, sin energía eléctrica y sin computadoras. Llegamos hasta una glorieta, sin
asientos. Allí decidimos sentarnos en el
piso a compartir la merienda que el anciano había llevado a su trabajo.
Compartiendo el palo viejo con
anís y las carnes empacadas, le comenté sobre mi viaje a España y lo mucho que
me había fascinado. Se levantó
abruptamente del piso, y entre sorbos del oro blanco de la botella, comenzó a
dirigirme un discurso:
-
Déjame aclararte un hecho
diacrónico, muchacho: Por acéfalos como tú, es que este país está como
está. Una parte de la población añorando
la madre patria; otros, soñando con integrarse a la “America the beautiful”. En medio de esa nostalgia y esas falsas
expectativas, nadie conoce los verdaderos orígenes de nuestra raza. Ese desconocimiento es el que ha creado esta
confusión de bipolaridad. Dos banderas,
dos idiomas, dos himnos, pero sin identidad nacional. Nadie tiene la suficiente materia gris para
entender el dilema de la personalidad puertorriqueña. Antes de que tú, mi querido incauto, llegaras
a la España de Fernández Juncos; y mucho antes de que Colón arribara a estas
tierras con sus carabelas llenas de moros, ya existía vida en esta isla. Los indígenas fueron los que, con humilde
actitud y hospitalario espíritu, recibieron los mal llamados
descubridores. Eso es lo único que nos
heredaron en la famosa mezcla de razas; la humildad y la hospitalidad. Claro, gracias al holocausto taíno, fueron ellos
los primeros en desaparecer del mapa de la personalidad nacional, dejándonos la
cobardía como herencia.
En este punto era yo el que necesitaba
sorbos del preciado líquido en la botella.
Después de viejo fui a parar a una escuela abandonada para una mustia
clase de historia. Mientras, el oficial
de seguridad escolar continuaba con su severa admonición:
-
¿Luego que tenemos? ¡La llegada
de los negros! Dominados a través de los
siglos por la supremacía blanca. Hasta
el sol de hoy no logran quitarse las cadenas del discrimen y los
prejuicios. Encadenados, torturados,
azotados, siempre sometidos. Traídos a
esta tierra para ser sometidos al trabajo y al yugo del dios de los primeros
cristianos; su aportación al surgimiento de nuestra identidad, fue el
sometimiento y la mansedumbre ante los atropellos. Al final, de esta mezcolanza salimos
nosotros. Salimos de la artería y
jactancia del blanco; de la subordinación y la rendición del negro; y de la
humillación y mansedumbre del indio taíno.
Así surgió el criollo que por más de tres siglos vivió bajo los abusos,
los martirios y suplicios perpetrados por parte de la madre patria. Madre que negó por 400 años, el nacimiento de
una personalidad puertorriqueña. Que
abortó por medio de represión y tormentos el desarrollo del alma nacional.
Con el tormento de esta aciaga
realidad, ahogamos las penas en el ron compartido. Mi desapego emocional se había quemado con el
alcohol, y quería salir de aquel estorbo público que antes fue centro de instrucción. Debo admitir que me retuvo allí mi tendencia
al alcoholismo. Además, recordé que el
guardia había encadenado el portón, así que regrese a mi lugar en el piso. El pseudo historiador continuó con su anodina
diatriba:
-
Esa madre, que después del
saqueo y la explotación de los criollos, nos entregó como botín de guerra a un
padrastro abusador. Y cuando ya habían
visos de dignidad boricua, el nuevo imperio se ensañó con la idea
nacionalista. La inquina norteamericana
contra los nativos logró la retracción del poco progreso que se había logrado
hasta ese momento. Así las cosas, el ser
puertorriqueño se ha manejado entre dos aguas.
Entre lo heredado de la corona española y lo impuesto a la trágala por
las fuerzas federales. Los boricuas carecemos de identidad propia. El destino colonial nos ha robado la
identidad. Carecemos de reconocimiento
internacional, vivimos bajo una cláusula territorial; el himno nacional es una
danza bailable, el escudo es un manso cordero, no producimos nada de lo que se
consume en el país, y hasta somos malos para imitar e implementar los sistemas
ultramarinos que tanto adoramos. Aun
así, el ego sin fundamento del boricua es enorme. Nos creemos la última Coca-Cola del
desierto. Pensamos que nos merecemos
todo, y ni siquiera los conciudadanos americanos nos tratan con igualdad. Somos en realidad una amalgama de
contradicciones, de características heredadas, adoptadas y otras
impuestas. En otras palabras, no hemos
visto aún el nacimiento del alma de la verdadera identidad nacional. Alma que no veremos nacer hasta que dejemos
la pendejería de querer ser lo mejor de dos mundos. Hasta que no cese la idea de ser puente o
punto de encuentro de dos culturas disímiles.
Hasta que no podamos concertar en un solo propósito, soltar las cadenas,
escapar de la sumisión mental y dejar atrás la mansedumbre eterna, no veremos
realizada la idea de una personalidad boricua real.
Me parece escuchar un timbre a
lo lejos. Me despierto tirado en el
cemento de un gazebo sin techo. Dan las
ocho de la mañana. A mi lado solo
encuentro una caneca vacía, una placa con la inscripción, A. S. Pedreira, y un
libro titulado, Insularismo.