Sin lugar a dudas, en Puerto Rico se
viven momentos sumamente difíciles. Así
es en todos y cada uno de los ámbitos de la vida cotidiana de un puertorriqueño
común. No transcurre un solo día sin que
la inmensa mayoría de los ciudadanos, sufran el embate de esta realidad. Vicisitudes económicas, sociales, familiares,
de salud, son algunas de las penas que diariamente enfrenta alguna víctima de
la crisis actual. Crisis provocada por
el fracaso de los sistemas instaurados legalmente, y por la incompetencia de
los llamados a velar el buen y normal funcionamiento de las instituciones. Ineptitud en unos, ignorancia en otros,
gansería y maldad en casi todos. Todo
plagado de corrupción con la venia de los electores, que cada cuatro años
delegan fielmente todos sus poderes a estos oportunistas. Aunque todas las corrupciones con todas sus
ramificaciones y diversidades son lesivas, una de las más lastimosas es la del
sistema de tribunales.
El mal llamado sistema de justicia está
contaminado con la politiquería nuestra de cada día y por la influencia de
otros muchos sectores con intereses particulares. Basta con mirar los últimos resultados
publicados sobre la reválida de abogados.
La mitad de los candidatos no aprobaron la misma, y la otra mitad está
ansiosa de comenzar su carrera lucrativa, a costa de los problemas sociales que
nos hunden. No es para menos, si en los
medios masivos de comunicación los únicos abogados que reciben el foro para mercadearse
son los defensores de los asesinos y narcotraficantes. Los fiscales del sistema no se quedan
atrás. Estos puestos son reservados para
los familiares, amigos y los donantes políticos más cercanos. Muchos de ellos son nombrados sin los méritos,
conocimientos, experiencias ni ejecutorias que requieren tal posición. En ocasiones, ni siquiera han pisado un
tribunal excepto en carácter de acusados.
Algo similar sucede con los jueces.
Todos activistas y/o batatas políticas.
Nombrados, más que por méritos, como trofeo por su participación
político partidista o por injerencia de algún poder de la economía subterránea. Esto es tan evidente que se puede considerar
el tribunal supremo de Puerto Rico, como una célula de los partidos
mayoritarios.
En este escenario y con tales
protagonistas se desenvuelve la dramática realidad puertorriqueña. En un país donde suceden entre diez y doce
masacres por año, no se puede confiar en tal institución. Masacres de las cuales, menos de la mitad se
resuelven favorablemente en un cien por ciento.
Cada vez que ocurren este tipo de muertes violentas se escuchan las
justificaciones y señalamientos. La
crisis económica, el detrimento social, la mediocre educación, la salud mental,
son algunas de las razones que se escuchan.
Después de todo, la culpa siempre es huérfana. Siempre termina el pueblo sentado en el
banquillo de los acusados. Nadie habla
del esquema que arropa todo lo relacionado a la administración de
tribunales. Nos limitamos a creer todo
el sensacionalismo mediático.
Gran parte de los participantes en
dichas masacres, han sido motivados por el sentimiento de impunidad que permea
desde nuestros propios tribunales.
Muchos de estos gatilleros confesos han sido procesados sin éxito ante
un tribunal. Luego de estos procesos
salen a ejecutar sus planes maquiavélicos, ahora con la confianza de que
nuestro sistema los absuelve de toda culpa.
Se dejan en libertad verdaderos criminales que no tienen ni respetan
ningún código ético a la hora de perpetrar sus actos. Hasta la fiscalía ultramarina federal ha
denunciado esta anomalía. Muchos
pistoleros han sido acusados por posesión de armas, narcotráfico, venta de
drogas e incluso asesinatos, pero dejados en libertad por tecnicismos. Estos tecnicismos han sido creados por
estatutos legales para evadir todo el peso de la ley. Subterfugios que han logrado que por dineros
mal habidos los abogados prominentes puedan darle la vuelta a la verdadera
intención legal y moral que el estado de derecho posee, si es que en realidad
la posee. No conforme con eso, los
jueces están más que dispuestos a recibir algún estipendio monetario a cambio
de la difícil tarea de modificar su criterio judicial. Y si por casualidad algún desdichado sin
fuertes conexiones en el bajo mundo o en el mundo político, fuera sentenciado a
cumplir años en cárcel, no existe oportunidad de rehabilitación alguna. Luego de pagar su culpa, sale de prisión con
resentimientos y sin remordimientos, a delinquir de nuevo.
Todos esos elementos se conjugan en el
conocido “debido proceso de ley” y se
escudan detrás de la supuesta “presunción
de inocencia”. Estos conceptos que
en teoría deberían ser la punta de lanza de la verdadera justicia, en la
práctica se han convertido en todo un mecanismo para aducir grandes barbaries. Este ciclo se repite cada vez con más
firmeza, afianzando los sentimientos de impunidad entre los delincuentes y
corruptos. Este sistema es el que ha
sembrado esa semilla de libertinaje, y ahora cosechamos sus resultados en las
mentes criminales. Grandes bandos
dispuestos a infringir la ley bajo la premisa de que nunca serán juzgados justa
y correctamente por el estado. Esto sin
importar cuan cruel, vicioso o ignominioso sea el delito cometido.
Nada de esto debería extrañarnos. Nosotros hemos consentido estos
esquemas. Les llamamos corruptos,
incompetentes, ineptos, oportunistas y toda suerte de epítetos. Pero cabe preguntarse, ¿Quién es más
ignorante, ellos, o los que los elegimos ciegamente cada cuatrienio? Lo que vivimos hoy es una atmosfera de
inseguridad por la masacre de la justicia a manos de las propias instituciones
responsables del fiel cumplimiento de lo legal.
Era completamente previsible que llegaríamos a este punto de no
regreso. El germen está sembrado en lo
más profundo de nuestras mentes y nuestros corazones. Nadie tiene voluntad para ponerle un alto
definitivo a estas condiciones de precaria estabilidad. Todo está corroído desde sus simientes y nos
hemos limitado a ser meros espectadores mientras a nuestra sociedad le llega la
hora de bajar el telón.