por Caronte Campos Elíseos
Pido
disculpas, primero que todo, a los miles de asiduos lectores de Sólo Disparates (esto es una hipérbole... o
tal vez, aspiraciones frustradas), por mi ausencia aparente en las últimas
semanas. Como ya había comentado estaba
por salir de viaje, pero mi “amigo” y terapeuta pasmaron esos deseos. No obstante, me sugirió que tomara unos días
de vacaciones. A tales efectos me
recomendó un hotel, según él, muy conocido en Puerto Rico y que es el mejor
para liberar tensiones, distraerse y alejarse de todos los acontecimientos
perturbadores que nos acechan. Así que,
tomó su libreta de recetas y me prescribió la dirección, junto con el nombre de
sus contactos en el afamado hotel.
Llegué puntual a la hora del registro, y como me habían anticipado, la
atención y el servicio desde la entrada fueron de primera.
Ya
en la entrada me despojaron de gran parte de mis pertenencias (celular, computadora, tableta y demás
tecnologías). Me indicaron que era
parte del paquete especial de la estadía recomendada por la persona que me
refirió. Enseguida me escoltaron a mi
habitación, algo pequeña pero acogedora, con una cama sencilla pero
cómoda. Ambientada por una luz tenue y
las paredes todas forradas con cojines cuadrados de color blanco. Me indicaron que la seguridad del lugar era
algo extrema para la tranquilidad de los huéspedes, y me entregaron un opúsculo
con todas las normas a seguir durante la estancia. Nada de visitas, cero comunicación con el
“mundo” exterior, y total desconexión de los eventos diarios del país, es
decir, sin noticieros ni periódicos con reportajes desconcertantes. Entre los documentos recibidos estaba el
itinerario a seguir, con horarios para los alimentos, las sesiones relajantes,
y los periodos destinados para el esparcimiento mental.
Lo
único que pude “colar” del otro lado fue un viejo libro que había guardado en
la maleta entre mis paños menores (o sea, entre mi ropa interior). Tal vez por eso en el “front desk” no se
percataron que lo traía conmigo. Un
libro que ya cuenta con varios años (del 1997) y algunas páginas amarillentas,
de un autor que ni siquiera conocía, José María Mardones. ¿Su título? “Utopía en la sociedad neoliberal”.
Lo peor que hice durante mi aislamiento fue leer ese libro. Atrajo, cual imán, a través de las alambradas
murallas y de las paredes acojinadas, todas las “pendejaces” sociales que me aturden constantemente y que son la
causa principal de mis delirios y de mis desórdenes mentales. Liberó dentro de mi habitación (con aroma agradable a lavanda), la
podredumbre del sistema que me atormenta cada día al despertar y que me
mantiene tantas noches consecutivas sin poder dormir (mi insomnio es diagnosticado para el cual utilizo algún inductor de
sueño).
De
nada sirvieron los cuidados de tan amables meseras vestidas de trajes cortos
blancos, que me servían los alimentos (pocos,
pero buenos para una dieta balanceada).
Fueron en vano los cocteles de medicamentos que me ofrecían en cantidades
exorbitantes para, “ayudar” con el proceso de relajación y enajenación de mis
problemas y situaciones. El libro y sus
letras me adentraban cada vez más en esa realidad absurda que vivimos
colectivamente. Al punto que sentía que
me señalaba y acusaba al decir que, nosotros asistimos (o sea, cooperamos) a
una estrategia de justificación y legitimización de las realidades que
actualmente conocemos. Y que somos
cómplices y a su vez victimas en ese “proceso de legitimización” que nos
conduce a aceptar todo, tal y como nos lo presentan los que tienen el poder y
los medios para crear, desarrollar e implementar procesos a su imagen y
semejanzas, pero con falsas expectativas para los incautos soñadores (como yo).
No
puedo negar que en algunas instancias decidía abandonar la lectura. Incluso cruzó por mi mente la idea de quemar
el bendito libro (pero recordaba que me
habían incautado el encendedor con todo y cigarrillos improvisados en la
entrada). Pero el texto encuadernado
me llamaba con sus poderosas palabras.
Como diría un gran amigo y hermano cartesiano, con su arte apalabrado me
hipnotizaba. Por eso para mí no era
extraño, aunque sí lo era para los terapeutas voluntarios que no entendían, que
a pesar de las terapias, los químicos, la ambientación tenue, la música suave y
los aromas agradablemente asfixiantes, mi presión arterial y mis niveles de
estrés continuaran en ascenso.
Mi
persistencia peligrosa me inducía a continuar la lectura (total, ya no me dejaban salir de mi habitación). Mientras, el autor seguía reiteradamente
haciendo énfasis en nuestra disposición a consentir el esquema del mercado y el
capitalismo desregulado. Esto independientemente de que la mayoría de nosotros
no participe del mismo, ni manejemos ningún portfolio de acciones
preferenciales ni de bonos asegurados (mi
capital en este momento son, sólo dos centavos). Haciendo hincapié en el hecho de que este
sistema se mantiene inerte ante el canibalismo de los que poseen demasiado y
quieren más, más y cada vez más; y en su neutralidad frente a la miseria de los
que tienen poco y poseen menos, menos y cada vez menos. Lo presenta como la culminación de nuestra
estructura social, y como el final de la búsqueda de un estado de
bienestar. Ese estado donde todos supuestamente
estamos bien. Es decir, que después de
la dominación del capitalismo, no solo en los mercados, sino también en todos
los aspectos de la vida cotidiana y personal de cada uno de nosotros, no existe
ninguna alternativa superior. Mucho
menos cuando ya todo lo que hacemos, decimos, y pensamos esta matizado con los
signos de dólares y centavos, incluso en las relaciones personales y
familiares. Solo nos queda realizar
nuestros mejores intentos de afinar y perfeccionar las formas en que este se
conduce. Sobre todo cuando en esta
época, todos nosotros, incluyendo a los miserables (los que vivimos en la miseria) hemos elevado, hasta casi la
santidad, el estado del momento actual de todas las cosas que conocemos.
Admito
que en este punto perdí el control sobre mis emociones y comencé a gritar y a
darme de golpes contra las paredes del pequeño cuarto (ahora entiendo el motivo de las
paredes acojinadas). De este
episodio de histeria solo recuerdo hasta el momento justo cuando entró el
personal de seguridad para evitar que me hiciera daño. Luego de eso desperté un poco mareado, con la sensación de que estuve
en una especie de trance inducido por algunas de esas drogas ilícitas (de las que me despojaron en la entrada y
las que me parece que allí no son tan ilegales).
Ya
recuperado del “hang over” provocado, retomo la lectura (es que no recordaba lo que esto ocasionó la última vez). El libro se adentra naturalmente en la
globalización del “sistema único”. Donde
no solamente se apodera de nuestras vidas colectiva y privada, sino que se
esparce como pandemia al mundo entero.
Logrando que países y naciones que antes habían obtenido éxito
manteniendo un equilibrio entre sus ciudadanos, ahora ceden y se prostituyen
ante el poder del capital mundializado.
De ahí, que estemos ante una nueva y estandarizada sociedad, y ante un
hombre nuevo recién nacido, adoctrinado
y manipulado genéticamente para aceptar todo tal y como lo han establecido las
elites dominantes. Ciertamente, y como
lo estipula el autor en sus líneas, son estos ricos y poderosos (algunas veces catalogados también como los
más bellos) los que han establecido la norma y los modelos que el resto del
orbe deben seguir, cual ovejas al buen pastor.
Es
que hasta la iglesia, también esparcida por todo el globo, envía el mensaje
subliminal escondido constantemente en su homilía institucional, de que luches
contra el mal. Ese mal que te tienta a
través de las imágenes difundidas por los medios masivos a querer tener, tener
y tener. A querer poseer aunque sea, una
ínfima parte de lo que ostentan “Las 100 personas más influyentes del planeta”,
según la revista de moda. Su máxima
cristiana es que resistas y venzas tu lado humano y débil, que no caigas en la tentación y tengas fe para que la fuerza de sus dioses,
vírgenes y santos estén de tu parte (siempre
que pagues el diezmo correspondiente).
Mientras tanto, su discurso santo, romano y apostólico está destinado a
erradicar de nuestras mentes el pecado de la ambición, ya que su dios está con
nosotros para proveer lo mínimo que cada persona necesita para una vida módica
y digna. Paralelamente, los olímpicos y
los bendecidos por el sistema continúan acumulando riquezas a costa de los
feligreses y del 93% de la población del mundo.
Esto, aunque de todos conocido es, que más cómodo pasara un camello por
el ojo de una aguja que un millonario al reino que no es de este mundo (porque en este mundo el rico entra donde
quiera). Se desprende entonces del
escrito de Mardones, que este discurso de las catacumbas, catequiza nuestras
mentes para adoptar esta realidad inmutable.
El
encuentro con tan providencial escenario me obligó a caer de rodillas, (no, no para orar), sino para recurrir a
la apostasía y a la flagelación auto infligida.
En vista de que no había herramientas de tortura disponible para ello,
opte por usar mis propias manos, cual látigos justicieros. Dándome golpes en el pecho y espalda, incluso
lanzando puños al pequeño acrílico por el cual sobrevenía una sensación de que en
todo momento alguien del más allá me observaba.
Entonces entraron, esta vez el doble del personal, con armas en la
cintura (les dije que la seguridad del
lugar era muy buena), cual ángeles guardianes a evitar mi dantesco
castigo. Una vez más abro mis ojos con
dificultad y con el mareo y el vértigo de aquel que despierta de una
intervención quirúrgica. Pero esta vez, despierto
con una camisa blanca de mangas largas, muy bonita de hecho (aunque un poco incomoda, dado que mantenía
mis brazos enredados).
Más
tarde, en entrevista con una persona que dijo ser un gran amigo (al igual que aquel otro que me recomendó el lugar para el
retiro), le confesé que estuve leyendo a escondidas. Le entregué el libro y le pedí (casi le supliqué) que lo sacara de mi
alcance, que lo alejara de mí. Le
expliqué a mi nuevo “amigo” que ese texto me hacía mucho daño, porque cada vez
que leía sus letras despertaba con fuerte dolor corporal, hematomas y
laceraciones, cual vía crucis expiatorio.
Tuve que resumirle todo su contenido para que entendiera el efecto que
esto ha tenido en mi psiquis y en mi pensamiento. Cómo ha contribuido a la introspección que realicé
durante mi estancia, que me llevó a aceptar mi “Statu Quo”. Ese que me
mantiene sufriendo por el estado actual
de todas las cosas. El mismo que no
puedo cambiar porque no es solamente mío, sino de todos los que hemos seguido
el juego, a conciencia o sin querer, de la realidad que nos han impuesto
mediante sortilegios mediáticos, los millonarios de la Calle Pared y los de
Madera Santa (Wall Street &
Hollywood).
Entendí
finalmente con esta experiencia (al menos
eso creo) que no puedo ir en contra de la corriente. Que si no existe voluntad de nosotros todos y
todas, y no surge una conciencia social de solidaridad ni una responsabilidad
social colectiva basada en la ética y la moral, nuestro estado actual en
desequilibrio será perpetuo. Seguiremos
siendo del sistema, los parias voluntarios sin resistencia alguna. Condenando de esta forma, la esperanza, la
justicia y la igualdad, a ser eternamente como lo son hasta el sol de hoy,
representaciones alegóricas.
Afirmé
en ese momento que no me voy a dejar vencer por las componendas de esta intriga
institucional. El anfitrión que me
atendía se alegró mucho de mi avance y mejoría, e inmediatamente impartió
instrucciones para que me escoltaran hasta la salida más cercana (ya terminaba mi paradisiaca estadía). Al preguntar cuanto debía por sus magníficas
atenciones, me indicaron que no adeudaba nada, ya que “Mi Tarjetita” cubrió todos los gastos. Sólo me entregaron una correspondencia que
dejó para mí alguien que dijo ser un gran amigo de la infancia
católico-dogmática, y a quien negaron el paso al centro por no estar permitidas
las personas extrañas a estos parajes vacacionales. Se identificó como Angelo Negrón, un gran
colaborador de Sólo Disparates, quien dejó para mí, Testamento, el último libro de otro gran colaborador de este
espacio, Carlos Esteban Cana. Agarré
la funda de papel que guardaba el nuevo texto, con la certeza de que será para
mí un oasis apalabrado. Así las cosas, salí
del lugar un poco más escuálido, con mi bultito lleno de recordatorios (me llevé la camisita blanca) y de
provisiones dosificadas suficientes para mi supervivencia psicológica.
Andando por allí, por el Camino Las Lomas de
Rio Piedras, voy mirando y observando detenidamente todo hasta donde alcanzan
mis ojos. Pero más allá de ese punto, se
pierde mi mente y retorna con el pensamiento taciturno de que, nada cambia y
todo sigue igual; nadie cambia y todos seguimos igual. Hasta que no logremos escapar de esa camisa
de fuerza que nos mantiene con los brazos cruzados, atados a una zona cómoda,
encerrados en cuartos oscuros de realidades impuestas y consentidas, éste que
vivimos ahora será, nuestro “Statu Quo” eterno.
¡Levántate
y anda!