domingo, 13 de abril de 2014

El colapso del mundo

por  Caronte Campos Elíseos



Siguiendo los consejos de un amigo de la infancia, Von  Willebrand, decidí retirarme para hacer una sabática.  Me había recomendado una región al centro de Rumania, donde hay hermosos castillos perfectos para el retiro.  Al llegar al lugar noté que estaba prácticamente deshabitado.  Solo un pobre y longevo hombre encontré en las cercanías.  Este me dijo que ese lugar había sido olvidado por dios, y que había llegado al final de la historia.  También me comentó que en ese sitio despoblado ya no queda rastro de vida ni gota alguna de sangre.  En pocas palabras me dijo: "Aquí ya no existe la humanidad".  Siempre me ha parecido curioso que el ser humano invente toda clase de historias para escenificar el fin del mundo.  Cuentos, leyendas, relatos, armagedones y hasta apocalipsis, forman parte del imaginario colectivo sobre el final del mundo.  “Hollywood”, los Mayas, la ciencia, las religiones, y  alguno que otro necrófilo (como lo soy yo), tienen sus versiones personales sobre el tema.  Para mí (que no acostumbro ser muy realista), la realidad es que el mundo, así como lo conocemos, está en las postrimerías de su existencia.  Ciertamente, en esta coyuntura histórica ya existen muchos mundos personales o individuales que, de alguna manera u otra, se han derrumbado o han terminado. 

Mientras caminaba por el desolado camino, llegué a un hotel de antigua apariencia.  No habiendo anfitrión en la recepción, procedí a instalarme y acomodarme.  Justo a tiempo porque ya caía la noche, y aunque en el lugar no había energía eléctrica, encontré varias velas (rojas y blancas).  Aprovechando el silencio perturbador, la soledad y la luz de las velas, pude meditar en lo dicho por el solitario hombre.  Si echamos una mirada a los recientes acontecimientos confirmaríamos la expresión anterior sobre el final de la humanidad.  Esto es más que evidente si consideramos y evaluamos cada suceso con sus respectivos efectos.  Incluso, al analizar todo el espectro internacional, hallaríamos un patrón poco alentador para la raza humana.  Guerras, crisis financieras, quiebras nacionales, contaminación, violaciones de derechos humanos, racismo, discrimen, xenofobia, negación de derechos civiles, choques diplomáticos, carreras armamentistas, luchas fronterizas, sanciones económicas, divisiones políticas, sistemas de castas, temblores, tsunamis, simulacros desalentadores, y toda suerte de enfrentamiento de todos contra todos.


Mientras busco por las habitaciones algo de comida, las voces en mi cabeza comienzan a molestarme.  Se limitan a decirme que me vaya de ese hermoso lugar, porque puede resultar peligroso.  Me retiro a cenar en una mesa grande y decido ignorar las malévolas voces.  De esta manera evito que mi desorden neurótico aflore en esta noche especial.  Gracias a alguna fuerza sobrenatural, aunque no encontré agua potable, encontré varias botellas de un suculento vino  tinto.  Regreso a la habitación que estaba disponible, la 666, antes de quedar completamente a oscuras.  En medio de la penumbra y luego de vaciar las botellas del preciado líquido rojo, vuelve mi mente a coquetear con la idea del fin de la humanidad. 

Para evitar que mi depresión inconsciente se agudice, limito mi análisis al ámbito tropical de la isla asociada.  Y es que pareciera que el final de la humanidad tuviera su génesis en la isla estrella.  Mientras la mayoría de los pueblos del mundo han ido despertando del hipnotismo globalizado que los ha mantenido subordinados al sistema imperante del capital, el boricua continua ofuscado con el sueño americano.  Las revueltas, las protestas, las huelgas, las revoluciones alrededor del mundo, son indicios de liberación mental.  No obstante, los puertorriqueños no logran romper las cadenas de la dependencia federal.  Es obvio que el sometimiento sistemático a las estrategias neoliberales ha rendido frutos.  La idiosincrasia hospitalaria y amigable de la que hacían galas los boricuas ya es historia.  Se ha apoderado de nuestra identidad, la indiferencia, el egoísmo, la apatía, la ambición, la pereza, la dependencia y la enajenación.  Vivimos, cada uno en su zona cómoda, esperando que todo se resuelva por arte de magia.  Mirando la televisión a ver si transmiten la solución a todos nuestros dilemas culturales, económicos y sociales. 

Mientras este tétrico panorama pasa por mi mente, escucho unos fuertes golpes en la puerta principal.  Caminando a oscuras por los pasillos, me dispongo a abrir.  Es el hombre misterioso del pueblo.  Me dice que me asegure de cerrar muy bien las puertas y ventanas del motel.  Quiero hacerle algunas preguntas, como por ejemplo, ¿porque todo el lugar está a oscuras? ¿Porque no hay más nadie en la ciudad?  Sin mediar más palabras da media vuelta y se retira.  Vuelvo a la habitación, no sin antes cerrar todo como indicara el siniestro personaje.  Enseguida pienso que este hombre vive en su propio mundo.  Tal como lo hace cada puertorriqueño y puertorriqueña.  El individualismo arraigado en cada corazón de los boricuas los ha llevado a vivir en solitario.  Es decir, a ninguno le importa nada en lo absoluto que no sea de carácter personal.  Cada uno vive encerrado en su propio mundo, en su propia burbuja.  Totalmente indiferentes y aislados de las situaciones y realidades que afectan al universo de los habitantes en la isla. 

Esto se ve reflejado en el comportamiento y en el pensamiento individual de cada uno.  Todos viven ensimismados en sus propias realidades.  Las mismas que han sido fomentadas sistemáticamente por los gobiernos, los gobernantes y sus respectivas políticas.  Tanto a nivel ultramarino como a nivel local.  Ya a ninguno le importa lo que afecta al hermano, al vecino, ni a ningún otro conciudadano.  Se vive sin entender que lo que golpea cada mundo personal, es lo mismo que embiste y estremece el macro de la sociedad puertorriqueña.  La época de bonanza financiera, de vanguardia económica y tecnológica, de ser pioneros y ejemplo para el resto del Caribe y las Américas, está en el pasado y en el olvido.  Actualmente las supuestas ventajas que nos brindaba el estar asociados a la mayor potencia económica y militar del orbe, han quedado desenmascaradas.  Vivimos un extremo deterioro de la calidad de vida, y eso es una realidad generalizada.             

Escucho un ruido en las afueras del castillo. Con temor me asomo por una ventana.  En medio de la oscuridad atenuada solo por la luz de la luna, solo pude ver al velador del pueblo caminando en las cercanías y una bandada de murciélagos revoloteando cerca de los árboles.  Escena que me parece simbólica de la relación entre bonistas, políticos y trabajadores locales.  Los altos costos para poder llevar una "vida digna mínima", a la que suponemos todos tenemos "derechos", han provocado la decadencia social actual.  Todo provocado por las casas acreditadoras que le han impuesto a los mediocres políticos toda una gama de exigencias, so pretexto de préstamos y clasificaciones inventadas para expoliar las arcas públicas.  Con la excusa de conseguir capacidad de venta para los bonos emitidos, implementan acciones que actúan en detrimento de la población en general.  Al final de la jornada y luego de los cargos por servicios, intereses pagados, comisiones onerosas, estipendios usureros, contratos banales, costos operativos y la tasa de corrupción, lo percibido para los programas sociales es exiguo.  Mientras tanto, las medidas impositivas gravan hasta el sudor de las frentes para sustentar el esquema del mercado y el incremento artificial de la deuda.

Como reacción en cadena, los servicios de las agencias públicas, o sea, del pueblo, se encarecen.  La luz (que dicen bajará para el 2019); el agua (supuestamente potable según los estándares manipulados de la EPA); la transportación publica (con su retrasos en rutas por horas); los peajes (con sus carreteras privatizadas y caracterizadas, sumado a las vías atestadas sin planificación), son ejemplos de cómo el invento de los términos economía e inflación rinden sus frutos a los supuestos inversionistas sin aversión al riesgo.  Los mal llamados grandes intereses (mega-tiendas, farmacéuticas, súper cadenas comerciales), los empresarios y hombres de negocios, también tienen su turno en este juego financiero.  Utilizan su poder pecuniario para manipular voluntades políticas débiles.  Con su sistemita de comprar conciencias, se aprovechan de las exenciones contributivas, de los programas de reducción de gastos operativos (reembolso de nóminas, descuentos en costos de energía y acueductos) y de las ventajas que les ofrecen el actual derecho laboral, para    abusar impunemente de la fuerza trabajadora local.  Este escenario transcurre ante la pasividad de los puertorriqueños, que son los que lo sostienen con su jornada de trabajo diaria y su aportación al estado.  Al menos los que se cuentan en la tasa de participación laboral, que actualmente ronda le cuarenta y un porciento (41%), es decir, 1.2 millones de personas de las 2,880,000 en edad productiva.   

Siento que me sube la presión por tan cruel realidad.  Pienso salir a comprar algún medicamento que me ayude a dormir y a alejar estos duros pensamientos.  De paso, pienso, compro algo decente para tomar.  Al abrir la puerta, me llevo el susto de mi vida.  El caballero misterioso estaba ahí, parado en la puerta.  Me entrega unas pastillas (no habían de las azules) y una botella de la aquella bebida extraña.  Me dice que no hay nada cercano a donde ir.  Todavía espantado, le doy las gracias y vuelvo a cerrar la puerta, esta vez con el cerrojo.  Este panorama de negocios cerrados me recuerda la avalancha de quiebras, de negocios y personales, que causó la crisis boricua.  Como efecto dominó se disparó la tasa de desempleo, que alcanza el 15% (178,000 personas), al menos los que están registrados en el Departamento del "Trabajo".  Esto deja la carga del país en los hombros de apenas, 1,005,000 puertorriqueños que actualmente trabajan.  Todo este tétrico escenario ha ocasionado la erosión de la estabilidad social y la perdida de la moral nacional.  La criminalidad ya no se detiene ni siquiera ante los más indefensos e inocentes niños o ancianos.  El ejército se ha consagrado como la única salida de la pobreza para los sectores más desventajados.  Y ni hablar del narcotráfico, la trata de personas, y la venta ilegal de armas.  Estos sectores son los únicos que ofrecen empleo con remuneraciones altas, rápidas, y libre de impuestos.  Claro está, resultado de las actuaciones de los sectores económicos aventajados, que solo buscan el incremento de capitales en detrimento de las condiciones de empleo y de vida de sus empleados, que en su inmensa mayoría son a tiempo parcial.  Razones de sobra para el ingente aumento de la emigración de profesionales y la fuga de capital humano y pensante hacia más y mejores oportunidades.

El sistema educativo del país funciona como centro de adoctrinamiento.  El gobierno enseña a los más jovencitos lo que les conviene a los políticos.  Asegurando de esta forma, que los adultos piensen, crean y consientan lo que a su sistema le conviene y favorece.  Los estudiantes que no se aclimatan a este proceso, la ciencia les inventa condiciones mentales atípicas.  Autismo, déficit de atención e hiperactividad son solo algunas de estas.  Los etiquetan como locos o inadaptados, los medican y los registran en el programa federal Título I, para separarlos de la llamada corriente regular, y así evitar que afecten el adoctrinamiento en masa.  La instrucción es absurdamente mediocre y hasta los maestros y su retiro han sido vapuleados por el canibalismo neoliberal.  Estas tendencias neoliberales son las que, diseminadas por los vampiros financieros, han eliminado del vocabulario local la solidaridad, la justicia y la igualdad.  Los únicos que están vacunados contra la crisis económica y fiscal en este país son los jueces.  Ciertamente por lo que a todas luces fue una muestra más de las deficiencias de los estatutos vigentes.  Poniendo a los interesados en un caso judicial a decidir sobre el mismo.  De esta manera salvaron los togados su retiro "digno y seguro".  Mientras, el retiro de los educadores pende de un fallo de estos, que son los mismos que justificaron con la emergencia nacional, los despidos de más de 8,000 personas.

Despierto algo mareado y atolondrado.  Solo recuerdo que tomé los medicamentos del frasco que ahora está vacío.  Me siento débil y confundido.  Me dispongo a salir a desayunar.  El reloj marca casi las 11 de la mañana.  Al salir encuentro justo en la entrada una bandeja de comida.  Solamente contenía un pedazo de pan (algo viejo por cierto) y otra botella de la bebida autóctona del lugar.  Incluía una nota que decía que no iba a encontrar mucho más si salía.  Supuse que era del único ser que he visto desde mi llegada.  Mientras comía el suculento festín, pensaba en cuanta gente en nuestra isla tiene menos de lo que yo estaba saboreando en ese instante.  La pobreza, el hambre, la desesperación y la impotencia se han apoderado de los hogares boricuas.  El efecto en la salud mental y emocional de la población es inconmensurable.  Para colmo de males, la crisis afecta hasta el propio sistema de salud pública.  Los servicios y las atenciones a los medico indigentes son paupérrimos.  Los hospitales privados se niegan a recibir a los portadores de la tarjetita del gobierno.  La respuesta del estado, secundando por los sistemas de comunicación y los medios de información masiva, es bombardearnos con politiquerías y pendejerías partidistas.  Los estudios televisivos se han convertido en circos mediáticos.  Nos entretienen con espectáculos de la vampi, maripily, y ni hablar de la rosa de Guadalupe.  Desviando la atención hacia temas en apariencia apremiantes, como lo es la contaminación del agua y el aire, pero que se utilizan como subterfugios para evadir responsabilidades por la situación endémica del país.

Me falta el aire y siento que me asfixio.  El reloj marca las tres de la tarde.  Salgo a caminar para despejar mi mente.  Diviso una especie de capilla religiosa (eso intuyo por la cruz en el domo).  Recuerdo las cosas que he leído sobre el nuevo papa de la iglesia.  Entro con actitud sigilosa.  No hay un alma en el templo.  Veo al apocado hombre que me ha atendido todo este tiempo, frente a la mesa revestida de blanco que está sobre las escalinatas.  Con temor le pregunto desde la distancia, ¿quién es?; ¿cuál es su nombre?; ¿su edad?; ¿por qué no hay nadie más en el poblado?  Me contesta a través del sistema de sonido con una voz de ultratumba, que me vaya tan pronto como pueda.  Ni corto ni perezoso, abandono el templo sagrado invadido por el miedo.  Después de todo, nunca he sido un hombre de  mucha fe.  Llego al hotel a toda prisa.  Cierro todo cuanto puedo, hasta con los viejos muebles intento obstruir el paso por las puertas.  Primera vez que entro a una iglesia y tengo está espantosa experiencia.  Me tranquilizo pensando que no se compara lo sucedido con las experiencias de las víctimas de los sacerdotes pedófilos.  Ellos sí fueron al edificio sagrado llenos de fe y esperanzas, con deseos de servir, y se encontraron con que los representantes de dios en la tierra, les hicieron vivir un infierno.  Todo ese maltrato institucional que hoy quiere esconderse detrás del derecho canónico.  Maltrato que muchos religiosos quieren solapar negándose a cooperar con las autoridades civiles.  Hasta cierto punto es entendible, porque para estos testaferros del cielo la única justicia, es la justicia divina.

Toda esta demagogia nos perpetúa en la crisis económica ya decenal.  Vivimos sin entender lo que es obvio que sucede en nuestras propias narices.  Nos vale madre el déficit estructural y el descalabro fiscal.  Al final del día, pensamos, eso les toca a los mediocres políticos que escogemos cada cuatro años.  Estamos encadenados y condenados a ser siempre las víctimas de nuestra propia negligencia y dejadez.  Padecemos la Locura que no se cura.  Sumidos en nuestra propia estupidez, siguiendo el juego de los dueños del mundo.  Sin percatarnos que lo que ha colapsado son nuestros mundos individuales y colectivos.  El mundo de los profesionales con maestrías y doctorados sin empleo; el de los maestros y su retiro amenazado; el de los niños maltratados; el de los empleados a tiempo parcial con salario mínimo; el de los hogares sin sustento diario; el de las cientos de personas que han perdido sus hogares; el mundo de los que no tienen lo necesario para llevar una vida digna; el de los marginados por el sistema; el de los pobres; el de los que viven en la miseria; el de los discriminados por cualquier motivo; el mundo de los ancianos en soledad; el de los enfermos abandonados por el sistema; el de los presos y adictos sin un proceso decente de rehabilitación.  El mundo que todos conocemos como Puerto Rico, que lo han saqueado y continúan saqueando desde hace más de 500 años.  Esos son los mundos colapsados gracias a que nos hacemos de la vista larga ante la constante involución social que padecemos. 

Frustrado el propósito del viaje por los mismos pensamientos desmoralizantes de siempre, decido regresar a mi dulce hogar (muy parecido a este hospedaje).  Recojo todas mis pocas pertenencias y me dispongo a salir por la parte de atrás, para no ser visto por el siniestro personaje del templo.  Al abrir la puerta encuentro una nota escrita en un papel por el tiempo amarillento.  Escrita con una especie de tinta roja, leía lo siguiente: "Von Willebrand es el verdadero responsable de la hemorragia que sufrimos y la desolación que vivimos".  Enseguida recuerdo que fue él mismo el que me recomendó que viniera a este lugar.  No tengo la menor idea del propósito de su invitación.  Al momento doy un salto y me llevo otro susto de mayor magnitud, cuando siento una mano fría en mi hombro.  Abro mis ojos llenos de asombro.  Acto seguido escucho la macabra voz nuevamente que me dice: "¡Caballero, caballero, despierte!  Su vuelo a Rumania ha despegado.  Usted ha perdido su avión... y su avión se ha perdido".


¡Levántate y anda!

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