por Caronte Campos Elíseos
Hago constar que publico este escrito en este espacio en calidad de albacea del Sr. Caronte Campos Elíseos. Dada su ausencia involuntaria y su incapacidad de publicarlo por cuenta propia, me ha solicitado que cumpla su voluntad. La misma es una epístola dirigida a este servidor con los detalles de su actual estado. Sin mucho preámbulo dejo el texto íntegro para consideración de sus lectores. Esto último no sin antes aclarar, que este servidor, Luigi Baldonis, no se solidariza con las expresiones vertidas en el contenido de la misiva, ni tengo conocimiento de los hechos relatados.
Hago constar que publico este escrito en este espacio en calidad de albacea del Sr. Caronte Campos Elíseos. Dada su ausencia involuntaria y su incapacidad de publicarlo por cuenta propia, me ha solicitado que cumpla su voluntad. La misma es una epístola dirigida a este servidor con los detalles de su actual estado. Sin mucho preámbulo dejo el texto íntegro para consideración de sus lectores. Esto último no sin antes aclarar, que este servidor, Luigi Baldonis, no se solidariza con las expresiones vertidas en el contenido de la misiva, ni tengo conocimiento de los hechos relatados.
Querido amigo Luigi Baldonis:
Hoy me encuentro en un lugar apartado,
privado de libertad. Las cuatro paredes
que me rodean me parecen conocidas. Está
oscuro la mayor parte del tiempo y caluroso en extremo. La ausencia de higiene se hace evidente en
las plagas, la suciedad y el olor a heces fecales impregnado hasta en la cosa
que me dan de comer. Esto último no
puede, por definición, llamarse alimento.
Me transportaron hasta aquí con el fin de curar un mal congénito que
traigo en la sangre. Me han realizado
decenas de pruebas para determinar el tratamiento. Han fabricado un voluminoso expediente con
los síntomas, tratamientos, medicamentos y los resultados de dichos
análisis.
No soy el único interno, hay doce pacientes
adicionales. Conmigo sumamos trece (No es un número que genere buena suerte). Quien escuche los gritos y gemidos, pudiera
jurar que somos más de esa cantidad. La
mayoría del tiempo la pasamos en la pseudo habitación, en un catre mojado y
lleno de insectos. Uno de los doctores,
de nombre Cornelio (muy apropiado por la forma en que nos trata) me inyecta lo que él mismo llama el remedio
para nuestros males. Su sonrisa
perspicaz y diabólica no es de muy buen augurio. Según él, esta será la panacea para la
principal epidemia de esta isla olvidada por “dios”. Lo cierto es que cada vez que mi cuerpo recibe
el remedio prescrito, yo me siento más cerca de las puertas del mismo infierno.
En las noches siento como el calor me quema
la piel de todo el cuerpo. El ardor me
llega hasta el tuétano de los huesos. Me
encuentro en estado vegetativo. Parezco
un cadáver en proceso de cremación inducida.
Pareciera que están probando con nosotros el remedio atómico para
controlar las masas. Empero, en esos
estados comatosos, he escuchado vociferar las enfermeras del lugar. Hablan sobre una confesión en una carta inculpatoria,
donde el mal llamado doctor Cornelio acepta su práctica de inyectar cáncer a
sus pacientes. Todo con el noble
propósito de librar la isla de la plaga de los puertorriqueños. Lo cierto es que
ya quedamos menos pacientes. De los
trece internos originales, quedamos cinco;
algo me dice que no en muy buen estado, ni físico ni emocional. Otro de los doctores a cargo de mi caso, me
hace creer que estoy fuera de mis cabales, que padezco de mis facultades
mentales y que sufro de trastornos como esquizofrenia y delirios de persecución
(cosa
que siempre he reconocido).
Amigo Baldonis, te dirijo estas
letras porque no tengo mucha esperanza de salir de aquí. Quiero que si esta es mi suerte, recibas y
publiques lo antes expuesto para el bienestar histórico de este pueblo. Conociendo esta historia, podremos entender
mejor la pandemia que arropa este mundo, el cáncer que nos consume. Así, la muerte de los ocho puertorriqueños
asesinados por doctores licenciados no quedara impune. Aunque de esto último no guardo mucha fe y
esperanzas. Conociendo esta isla maldita
y condenada eternamente al coloniaje, pronto olvidará estas ocho vidas sin
saber siquiera sus nombres; y encontrará justificación alguna para su cruel
desaparición. Lo que no dudo ni por un
segundo es, que nuestros asesinos y exterminadores serán tomados como héroes y
serán premiados por sus ejecutorias en la experimentación con seres humanos.
Hasta que este pueblo incauto no
decida conocer su historia sin ambages ni vendajes políticos, para así entender
el presente, no tendremos claro nuestro futuro.
Seguiremos siendo, nosotros todos, las victimas pasivas de la propaganda
y sugestión de masas. Estaremos
destinados a vivir merced de todos los que aludiendo a nuestro bienestar y
salvación, nos consumen y corroen sin remedio alguno, como un inclemente cáncer
devorador.
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