por Caronte Campos Elíseos
Ya en
la libre comunidad después de mi última experiencia enclaustrado, al fin he
llegado a mi hogar. He encontrado el
frente de la casa atiborrada de viejos periódicos. Demás está decir que es uno de mis
pasatiempos repasarlos sin considerar la fecha.
Oteando las páginas amarillentas y mojadas, me sumerjo en las últimas
noticias importantes en el país. “Importantes”
al menos para los poderes detrás de la imprenta. Desde las primarias presidenciales en los
Estados Unidos, las pruebas de misiles en Corea del Norte; el encuentro del
papa Francisco y el patriarca ruso Kiril; la decisión de Agapito de no ir a la
reelección; la demanda del FBI a la empresa de la manzana; el nombramiento de
la juez presidente de 40 años de edad; el retraso en el pago a los
contribuyentes de los reintegros; el arresto de Leydy Mágica; los obstáculos
políticos para los candidatos independientes, entre otros.
Tales
eventos motivaron mi entrada a un trance contemplativo. En ese estado mental (un tanto extraño para mí) comencé a hilvanar ideas sobre la
democracia puertorriqueña. Aunque
algunos (como yo) pensaran que hablar
de dicha cuestión puede ser equivalente a discutir el sexo de los ángeles en el
imperio bizantino, me aventuré a escribir los pensamientos iluminados durante mi
viaje de cannabis. Solo espero que mis
razonamientos abstrusos no provoquen en los amigos lectores sentimientos
sañosos hacia mi persona. Pero
ciertamente, los puertorriqueños hemos vivido con la idea errónea de lo que es un sistema democrático. Esa ilusión óptica que nos han vendido como
democracia participativa o democracia representativa es, en gran medida, la
responsable nuestra triste ingobernabilidad.
¿Nunca se han preguntado porque la participación se ha visto limitada a un solo día cada cuatro años? Ese día, el de las elecciones generales, es el único en el que los electores aptos participan. De ahí en adelante, nos sometemos por ciego consentimiento de la amplia mayoría (que por lo general está equivocada en sus decisiones) a todo un cuatrienio de oligarquía bipartidista. Los partidos de mayoría se alternan en el poder con la anuencia de los fanáticos afiliados que realizan cualquier tarea, sin consideraciones morales, bajo la insignia de su colectividad de preferencia. Estos súbditos o lacayos, son la mayoría absoluta que elige el gobierno de todos, pero que en la práctica es para unos pocos. Así se ha sostenido este sistema por más de sesenta años.
Era
tal la profundidad de los pensamientos traídos a mi mente durante el trance,
que la abulia me dominaba. Decidí
reforzar los efectos de la fumarada, con un elixir mágico. Un licor de la tierra con saborcito a café
que aumentara mi desapego emocional. Las
ideas continuaban aterrizando en mi cabeza.
La mal llamada división de poderes ha sido la falacia más fehaciente del
absurdo democrático. Todas las ramas de
gobierno están completamente politizadas.
Incluso la rama judicial, que se jacta de hacer honores a la toga, no
son más que emisarios políticos.
Premiados por los favores que hacen a sus jefes políticos, son
ascendidos a los cortes del país, corrompiendo así las decisiones
trascendentales en los aspectos jurídicos.
Este secuestro de la justicia alcanza también al tribunal supremo, y con
él se granjea el partido de turno el control de la administración de los
tribunales por décadas.
¿Y
que me dicen de las ramas ejecutiva y legislativa? Totalmente dominadas por los caucus de los
partidos mayoritarios. Desde el
hemiciclo se legisla a la medida de unos cuantos, a favor de unos pocos y se
olvidan de las necesidades del resto de los ciudadanos. Incluso de los que como yo, vivimos de las
dadivas del gobierno. Cada vez más vemos
como nos relegan al olvido. Toman
decisiones arbitrarias, sin conocimientos, preparación ni experiencias. Conducen al país a la miseria, al caos y
una crisis humanitaria de grandes proporciones.
No asumen responsabilidad de las consecuencias de sus actos apoyados por
la inmunidad parlamentaria. Desde la
fortaleza se legislan más beneficios, sí, pero para los allegados. Para aquellos que tienen acceso comprado a
las esferas del poder. Mueven el sistema
económico en una sola dirección, la de sus cuentas bancarias personales. Y cuando por fin el pueblo, aun en su ceguera
voluntaria, los cuelga y castiga con el voto en contra, estas batatas políticas
son refugiados en municipios, agencias, corporaciones de gobierno y retribuidos
con jugosos contratos.
Entonces,
¿para qué ha servido la democracia puertorriqueña? En este punto, ni el humo ni el brebaje
ayudaban a soportar nuestra distopía hecha realidad. Así que completé la trilogía de estimulantes con
lo prescrito en las recientes consultas médicas. En el éxtasis inducido apareció la respuesta
a la anterior pregunta capciosa. El
ordenamiento jurídico del país no funciona.
Esta cimentado en una constitución maleada y manipulada desde su
creación. Una constitución subordinada a
un congreso extranjero. Este régimen
legal ha permitido las barbaries criollas contra los propios constituyentes,
que al final del día debían ser los únicos protegidos; ha consentido las
afrentas más denigrantes en contra de la población general; y ha solapado los
crímenes más espantosos de nuestra era contemporánea. Asesinatos, persecuciones, discrimen,
atropellos, maltratos, abusos. Todos
perpetrados en nombre de la justicia, la democracia y el orden
establecido. El estado de derecho ha
fracasado miserablemente. Basta con mencionar
los llamados grupos protegidos. Para
hacer valer sus derechos han tenido que librar duras y largas luchas para
lograr legislación a tales efectos. Ni
hablar de la persecución y linchamientos por razones políticas, las torturas en
centros de detención ilegales y en bases militares; la degradación y privación
a la mujer; el abandono a su suerte de los ancianos; la pobre protección y paupérrima
educación a la niñez del país; la casi nula seguridad en las calles con el
efecto lógico de la anarquía del narcotráfico; la demonización de ciertos
sectores de la sociedad, aun cuando aportan tanto como el resto de los
ciudadanos; la estigmatización de los pobres en los residenciales públicos; el
desempleo creciente en los sectores más preparados y educados, con su
justificable éxodo del talento hacia destinos inciertos; la corrupción y el
pillaje rampante que nos ha conducido a la quiebra financiera; todo esto
resguardado por un régimen legal fallido.
La
democracia en este país tiene nombre y apellido. Es para todo el que puede pagar por sus
protecciones. Los tribunales sostienen
el sistema con sus decisiones que favorecen al mejor postor y/o alguno de sus
protegidos predilectos. Todavía tenemos
a Lorenzo y a Rolandito esperando justicia.
El dogma principal de justicia garantiza la inocencia hasta que se
demuestre lo contrario. Este precepto ha
tenido el efecto adverso de convertir las victimas de crímenes, en principales
sospechosos, incluso en culpables. Solo
basta mirar los casos de conductores que atropellan transeúntes, parroquianos y
ciclistas, y se han dado a la fuga.
Todos han salido por la puerta ancha de la justicia mal aplicada, mal
interpretada o alterada por los famosos tecnicismos o atenuantes. Todo orquestado por un sequito de abogados del
diablo bien remunerados.
Mientras
tanto, los puertorriqueños se conforman con un día de decisión cada cuatro
años. Elegir alcaldes, representantes y
un gobernador de entre un ramillete de ineptos postulados por intereses
personales y partidistas. Se conforman
con elegir el menos malo de un manojo de incompetentes e insensatos. Escogen de un racimo de mediocres y obtusos
al menos charlatán. Terminamos así,
gobernados por una turba de mentes estériles y conocimientos limitados. Amén de la mala leche con la que se postulan.
Sumado a la apatía y enajenación de las realidades del pueblo que juran (en vano) proteger y defender.
Luego
pasan los gobernados, cuatro años entre quejas, críticas y resignación. Ensimismados en su mundo lleno de vicisitudes
que tuvieron la oportunidad de reivindicar con su voto perdido. Entretenidos en el baile, botella y baraja
que tan buena aceptación tiene entre los boricuas. Prestando toda la atención a los instrumentos
democráticos de embeleso y control de masas generalizados, como la prensa, la
radio, la televisión con sus respectivos espectáculos. Víctimas, como siempre, de la propaganda
mediática. Hasta que no tomemos conciencia
del valor que tiene el único voto que ejercemos con tanta fe (ciega y oscura), y la diferencia que
puede lograr bien administrado, seguiremos en este espejismo que llamamos
democracia. Y a propósito de
espectáculos hipnotizantes, termino estas líneas justo antes de las siete de la
noche. Es hora de ver, ¿Qué culpa tiene,
Fatmagül?