jueves, 4 de septiembre de 2014

Anillos



     La amé desde que la razón me hizo soñar a la mujer perfecta. Me dediqué a buscarla en otros cuerpos hasta que un día, de forma inesperada,  se acomodó a mi lado en la librería. Comenzó a hablarme como si me conociera de toda la vida. Hablamos de Pablo Neruda y Mario Benedetti, de lo mucho que se tardaba en construirse el Tren Urbano y de su receta preferida para  hacer un buen “limber” de crema. Esa tarde se convirtió en noche y tuvieron que echarnos de la librería cuando se disponían a cerrar sus puertas. Intercambiamos números telefónicos y nuestras direcciones electrónicas. Nos despedimos con un apretón de manos, de esos en los que, en vez de apretar, acaricias.

     Estuve toda la noche y el día que siguió pensándola. Su rostro y su dulce voz me remontaban a placeres ocultos. A pesar de que no quería  lucir como un desesperado o abalanzado, la llamé. Y escucharla sonreír, al enterarse de que era yo quien hablaba, me conmovió. Luego de los saludos de rigor y de mencionar lo bien que la pasamos el día anterior le indiqué que la llamaba para invitarla a una tertulia de literatura esa misma noche. En ese momento nos enteramos que la casualidad hubiese hecho que nos conociéramos, pues ya estaba invitada por una amiga a asistir y precisamente estaba comprando una botella de vino que llevaría para la actividad. Nos prometimos brindar por el destino y aproveché para invitarla a almorzar. Accedió con gusto.

     En menos de una hora llegué a su encuentro. Ofrecí llevarla a varios restaurantes y ante su negativa explicó que ese día no se le antojaba nada sofisticado. En plena capital no escogió un restaurante de manteles blancos y copas de cristal, de hecho nuestro techo fueron las ramas de árboles y el almuerzo un par de “Hot Dogs” comprados a la orilla de la carretera. Satisfechos y felices dimos un paseo por la capital. Visitamos varias galerías en las que compartió conmigo su conocimiento sobre arte hasta que nos despedimos con la promesa aun viva del brindis.
     
     Fui el primero en llegar al apartamento donde se celebraría la actividad. Me correspondía llevar una bandeja de entremeses y se la entregué al anfitrión. Le ayudé a colocar las sillas y el atril desde donde se declamaría poesía, cuentos y ensayos. Poco a poco fueron llegando los demás invitados y comenzó la actividad con mi desespero de no verla llegar.  Las primeras  poesías de amor que escuché sólo me remontaron a su rostro y por primera vez en mi visita a ese tipo de actividad me aburrí. Sólo me encantó escuchar de boca de uno de los escritores - Carlos Ramón Cana - su escrito publicado en la edición numero cuatro de Taller Literario titulado: “El Ruiseñor y el almendro” que trata sobre un árbol derrumbado por inescrupulosos y un ruiseñor muriendo también en su defensa. Tal vez me satisfizo porque la tristeza del escrito competía a la par con lo que yo sentía al no verla entrar e iluminar aquella fiesta de palabras. No pude disimular más mis ansias de verla y sin que acabara la actividad me marché.

     Llegué a mi casa y me conecté a Internet. Le escribí un e-mail que denotaba mi preocupación de no verla en la actividad según lo planeado y expliqué mi insistencia en llamarla al celular que aparentemente estaba fuera del área de cobertura. Me quedé dormido sintiendo celos al pensar que tal vez alguien me ganó la partida, pero sabiéndome un enamorado platónico que exigía al universo se me concediera tan hermosa mujer.
    
     El ruido del teléfono logró despertarme. Al contestar descubrí que su linda voz era necesaria para mis amaneceres. Mientras escuchaba su disculpa me di cuenta que no hacia falta que lo hiciera, el sólo escucharla había renovado en mí la felicidad que creía perdida. Se excusó explicándome que la llegada de sus padres la envolvió y no pudo asistir. Según me explicó: vivía y trabajaba en la Gran Manzana.  Sólo llevaba dos semanas de vacaciones por acá. Debía volver al trabajo en varios días. El encuentro con sus padres se debía a que ellos volvían de un paseo en crucero por el Caribe, mismo que ella desistió de disfrutar porque no visitaba desde hacia varios años la isla y deseaba  pasarla en Puerto Rico. Esto me frustró sobre manera. Entendí que no tendría tiempo de conquistarla. Me sorprendió el hecho de que no me relatara los detalles el día antes. Bueno, yo tampoco le había preguntado, nuestra conversación fue tan amena que tales detalles pasaron desapercibidos. Estuvimos hablando por horas. El numero celular que me había dado era de tarjeta y no lo pensaba recargar así que me facilitó esta vez el numero telefónico de la casa donde se estaba quedando.
    
      Mi invitación al bosque forestal y a la playa en domingo fue tomada con algarabía. Cuando llegamos a una de las muchas cascadas del bosque, ella empapó su rostro del agua fría y cristalina. Admirados de la natural belleza y tranquilidad del lugar decidimos pasarla allí todo el día. Renunciando a nuestro pensamiento de incluir la playa en el viaje bordeamos las rocas y caminamos a favor de la corriente del río. A pocos minutos escogimos un buen lugar donde tender una sabana y sentarnos a platicar, leer poesía y consumir lo que ella misma preparó: pollo a la jardinera con un sabor tan extraordinario que le pregunté si trabajaba como “chef”. Entre dialogo y risas comenzaron las miradas furtivas. Miramientos que deduje eran de aceptación y me abalancé a robarle un beso. Su respuesta fue divina. Varios besos después mis manos buscaron palpar su cuerpo y un empujón me hizo saber que debía disminuir la velocidad. Luego de varias explicaciones que detuvieron mi animo de hacerle el amor allí mismo, me conformé con más besos, con perderme en su mirada y admirar su belleza.
    
      Le rogué al cielo que me diera la oportunidad de más tiempo para seducirla y como si me hubiese escuchado el mismo Dios y hubiese decidido que no, ella me explicó que debía regresar en los próximos cinco días y que no quería enamorarse. Le pregunté si estaba comprometida y su respuesta me robó una sonrisa. Ella mencionó que su relación anterior había sido año y medio antes y que esperaba que mis besos fueran parte de su próximo compromiso. Para demostrarle que mi interés era genuino me quité mi sortija de graduación y se la fui midiendo hasta dejarla en el dedo  pulgar que fue donde le sirvió. Ella me dijo que no podía aceptarla. Le indiqué que la conservara como un préstamo. Yo iría a buscarla, no sólo a la sortija sino también a ella, a la primera oportunidad. Recordamos que días antes habíamos prometido brindar por el destino y le quitamos la tapa al vino tinto. Debo confesar que le añadí al brindis algunas palabras. Brindé por sus ojos, por sus labios, por su hermosura y  su sonrisa. Ella Brindó por nosotros y supe que sería de ella para siempre.
     
     Luego de ese compartir en el río, nos convertimos en inseparables. Mi hermano me  consiguió un certificado medico que señalaba que sufría conjuntivitis y los días siguientes aproveché para estar con ella. Visitamos todos los puntos de interés y me llevó a conocer a sus abuelos. El día del aeropuerto ambos nos despedimos llorando con la promesa de escribirnos y volvernos a ver. Descubrí de lo que hablaba cuando dijo que se iría en cinco días y no quería enamorarse cuando extrañarla no fue para nada divertido. Comenzamos a escribirnos por Internet y hasta por correo. Llegaban cartas a diario con su perfume y yo no me detuve pues, ante esa mujer tan divina,  pude ser yo mismo sin pensar en que alguien me podría tildar de cursi. Palabras de amor, discos compactos, sorpresas envueltas. ¡Hasta le envié sus galletas preferidas por correo! 
    
     Transcurrieron dos meses y medio desde que ella partiera. La llegada de mis vacaciones fue un aliciente y la oportunidad de verla. Septiembre sería un mes que no olvidaría nunca. Mi intención era darle una grata sorpresa. Todo estaba, como decía el Chapulín Colorado, fríamente calculado.  Llegaría a la Gran Manzana el día de su cumpleaños. Después de algunos abrazos y besos le exigiría que me devolviera mi sortija de graduación. En su lugar le pondría un aro de compromiso justo en el momento de pedirle que fuese mi esposa.

Llegué a Nueva York de madrugada. Seguí las recomendaciones de un vecino que vivió muchos años allí y de tren en tren llegué hasta el edificio donde ella trabajaba. El trayecto fue largo y me arrepentí de no haber tomado un taxi. Cuando traté de entrar un guardia me detuvo y exigió mi identificación de empleado. En el poco inglés que aprendí en mis años de escolar le expliqué mis intenciones. Él me dijo que entendía mi situación, pero no podia dejarme pasar pues erán las ocho y cuarenta y cinco y aún no habrían al público. Que si deseaba esperara a que abriera el complejo de oficinas o que le diera la información de ella. Él trataría de que bajara hasta donde yo la esperaba y sería sorpresa de todos modos. Acepté que me hiciera el favor de conseguir que viniera a mí. Justo cuando le dije su nombre y número de piso escuchamos una terrible explosión seguida de gritos de pánico en la calle. El guardia  me empujó hacia fuera y volvió a entrar.
     Yo miré hacia arriba y la humareda que salía del edificio continuo era infernal. Asustado por la suerte de mi amada entré al edificio. Todos corrían hacia fuera y busqué su rostro entre la gente que salía. El guardia me reconoció y volvió a insistirme que saliera. Ante mi negativa se enfureció y comenzó a maldecir en inglés. Las palabras obcenas son lo primero que uno aprende de cada idioma y entendí cada uno de las que profirió. Le devolví algunos improperios que sólo lograron que comenzara a empujarme hasta la salida. No pude hacer nada contra sus empellones y furioso salí a buscar un teléfono público. Los cercanos estaban ocupados por transeúntes que explicaban la explosión a no sé quien y esperé desesperado a que liberaran alguno. Al conseguirlo la llamé y contestó ella misma. Al escuchar mi voz comenzó a decirme lo mucho que se alegraba de oírme y que me extrañaba.

     Las sirenas de los carros de bomberos o policias y los gritos de lamentaciones de los transeuntes opacaban lo que me decía y la interrumpí. Le pedí que saliera del edificio. Cuando le expliqué que acababa de ocurrir una explosión en el edificio de al lado se quedó callada demostrándome que no entendía lo que le decía. Resumiéndole le expliqué que había venido a visitarla y que estaba afuera. Ella comenzó a gritar de la felicidad y me dijo que bajaba enseguida. Le añadió un “te amo y ..."  lo demás no llegó a decirlo o no llegué a escucharlo. Justo en ese instante un avión secuestrado por terroristas se estrelló contra su edificio.

***
Angelo Negrón es narrador, bloguero y asiduo fanático de la twitteratura. Oriundo del pueblo costero de Cataño. A finales de la década del 80 funda y dirige la revista Senderos. Durante los años siguientes sus cuentos serán conocidos en las páginas de la revista Taller Literario. A raíz de esa experiencia entra en contacto con una serie de cuenteros de diferentes partes de Puerto Rico, entre ellos el escritor Antonio Aguado Charneco, que considera a Negrón como uno de los principales narradores de su promoción generacional. En la primera década del presente siglo comienza a publicar en la WEB su bitácora titulada Confesiones, en la que ha ido publicando algunas de sus piezas narrativas, que suman más de una centena. Al día de hoy su portal cibernético ha recibido más de 63,000 visitas, según diversos contadores de estadísticas. Su blog, a través de los años, se ha ido convirtiendo además en un espacio cibernético que ilustra el acontecer cultural boricua, y reproduce ocasionalmente el boletín “En las letras, desde Puerto Rico”. Recientemente fue incluido en la antología Cuentos puertorriqueños en el nuevo milenio, antología que recoge 50 cuentos de 50 narradores puertorriqueños contemporáneos, publicado por la editorial Libros de la Iguana. Durante el presente año circularán sus libros Causa y efecto (cuentos) y Ojos furtivos (novela), bajo el sello de Publicaciones Gaviota. Para Angelo Negrón escribir, más que ordenar palabras, es ordenar ideas. Al respecto manifiesta: “Es un juego muy serio, cuando escribimos emitimos señales que el lector tiene la posibilidad de interpretar de un modo u otro. Es ese proceso puede adoptar el rol del protagonista o ser un mero observador. Es aquí que se dinamiza el ejercicio y el lector ya no es un ente pasivo. Y entonces se puede convertir en parte de lo que lee, disfrutando u odiándolo, estando de acuerdo o no. Yo escribo para eso, aspiro a sembrar una "espinita" que duela o acaricie, poco o mucho, pero que, al final del camino, dé qué pensar”.

domingo, 31 de agosto de 2014

Aquí, allá y en todas partes: Iris Miranda o la capacidad de tomar en serio la poesía

por Carlos Esteban Cana


Con motivo de la presentación del nuevo poemario de la escritora Iris Miranda, bajo el enigmático título de Óptica del desierto y Flash Creatio, pasaremos revista sobre la trayectoria de esta poeta que comenzó a destacarse en el panorama de las letras boricuas durante la década de los 90’s.

Aunque Taller Literario, en sus diversos ejemplares o como parte del catálogo de poetas que la revista incluyó en la antología Los rostros de la Hidra (Isla Negra Editores), fue presentando el perfil de Miranda como creadora, no es hasta el 2007 cuando decide publicar su primer poemario bajo el título Noches de luna: embelesos y melismas (Orbis). Cuatro años después, en el 2011, da a la imprenta un segundo libro: Alcoba roja (Los libros de la Iguana-2011).

La poesía de Miranda se caracteriza por ofrecer un balance entre la metáfora presentada y el lenguaje utilizado. En sus piezas nada es forzado, quizás la sutileza es el recurso predilecto de la poeta para dar con la imagen de turno, a modo de pincelada. En sus dos primeros libros la danza sinuosa del amor, con sus encuentros y desencuentros, signan los tópicos que dan carácter orgánico a ambas propuestas.

En contraste, este nuevo título que se presentará el próximo martes 2 de septiembre, a las 7:00 p.m. en Plaza de la Cultura (ubicado en donde ubicaba la librería Borders en Hato Rey), Óptica del desierto y Flash Creatio, nace de una urgencia creativa, en la que salta a primer plano la indagación sobre la realidad del otro; búsqueda que inherentemente tiene cierta dimensión espiritual. El poemario incluye además un disco compacto, en el que la propia poeta declama 16 de sus piezas más emblemáticas.

Y para beneficio de los lectores de esta columna, que se focaliza en el proceso creativo de los artistas, compartimos unas breves reflexiones de la escritora Iris Miranda acerca de su estrecho vínculo con la poesía. 


Iris Miranda: El poema me busca o lo encuentro. Cuando me busca, me detengo, pongo pausa y transcribo los versos donde quiera que esté. Pero si el silencio es, mucho mejor para inspirarme. Escribo casi siempre de noche. Es el momento ideal para jugar con los versos. Reviso bien las maneras de decir porque me gusta decirlo “a mi manera”; todo llevado a la belleza de lo simple, lo melancólico, o bien del enredo, lo furioso”.

“Uso libretas para escribir lo que llamo prepoemas. Luego los releo y ahí comienza el pulido de las palabras. El resto del proceso, los dos o tres subpoemas que salen del primero, se mantienen vivos por un tiempo en la computadora. Finalmente, después de haberlos dejado descansar, finalizo el poema con el que más me guste. Aunque también he escrito poemas de un tirón y he quedado satisfecha”.


DATOS BIOGRÁFICOS - Iris Miranda es poeta puertorriqueña de la Generación del 80. Obtiene su grado universitario de Maestro en Arte en Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico. Al presente, se desempeña como Profesora de Lengua y Literatura en la Universidad Politécnica de Puerto Rico. Publica, por primera vez, sus versos en la revista Taller Literario del poeta Carlos Esteban Cana. Es autora de Noches de luna: embelesos y melismas (Orbis-2007), de Alcoba Roja (Los libros de la Iguana-2011), y de Óptica del desierto y Flash Creatio (Los libros de la Iguana-2013), este último ha llamado la atención del crítico literario Dr. Marcelino Canino, cuya reseña puede leerse en: http://opticadeldesierto.blogspot.com/2013/12/ojeada-un-poemario-de-iris-miranda-por.html.  Es miembro de la Junta de Directores del Festival Internacional de Poesía en Puerto Rico y ha sido creadora y coordinadora de varios certámenes literarios por más de 20 años, entre ellos, el Certamen Literario de Poesía, Cuento y Ensayo de la Universidad Politécnica de Puerto Rico y el Premio Guajana (2010). Iris Miranda ha sido reconocida por su creatividad en dos de los certámenes Juan Antonio Corretjer de la American University (2009 y 2010) en poesía y cuento. Ha publicado en revistas electrónicas tales como la Revista Isla Negra de Gabriel Impaglione y Ensentidofigurado.com de la Editorial SM, en la sección Entremés [Letras Pequeñas] año 6 núm. 1 sept.- oct. y nov.-dic. 2012, entre otras. Y ha sido antologada en poesía en la edición especial de la Revista Boreales, Ejército de rosas (Marzo 2011) y en cuento, en Cuentos puertorriqueños en el nuevo milenio (Los libros de la Iguana- 2013). En el 2014, publica con la editorial Casa de los Poetas su primer libro de poesía para niños: Flor de Luna en edición bilingüe. Iris Miranda es poeta bloguera. Tiene varios espacios en la red, desde donde interactúa con sus estudiantes, o bien con sus colegas poetas, cuentistas y artistas: http://liricanocturna.wordpress.com, http://opticadeldesierto.blogspot.com, y http://rosesonfireselectedpoetry.wordpress.com.  Este último blog, contiene una selección de su poesía, traducida al inglés. Y también, administra un canal de YouTube para videopoemas de autores contemporáneos producidos por sus estudiantes: http://www.youtube.com/liricanocturna.

jueves, 28 de agosto de 2014

Aquí, allá y en todas partes: Amílcar Cintrón Aguilú y la poesía como encuentro

por Carlos Esteban Cana

En un reciente recital, el escritor Amílcar Cintrón Aguilú puntualizaba en la capacidad que tiene la poesía para provocar encuentros. No de otra forma se podía expresar el autor de “Como peces emplumados”, un poeta de largo aliento que ha dado piezas memorables, como el poema “Hallazgo” o la contundente “Oda al francotirador”, quien desarrolló una serie de talleres de escritura creativa que se alimentaban precisamente de ese intercambio que trasciende el yo para comunicarse con ese otro que muchas veces desconocemos o ignoramos.

Muchas anécdotas puedo narrar acerca del perfil creativo de este autor puertorriqueño, que conozco desde 1991, cuando ambos cursamos un taller de cuentos con el escritor Emilio Díaz Valcárcel. Sirvan estas líneas, sin embargo, como un pequeño homenaje a su amplia gesta como poeta, narrador, educador e historiador.

En esta columna que se ocupa del proceso creativo y como muestra de la obra poética de Amílcar Cintrón Aguilú, traemos a su consideración una pieza que se sirve de la tradición para describir una escena caribeña y denunciar. La misma se titula “Majestad Negra”, que la disfruten.

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Majestad Negra

Por la encendida calle antillana
en la ciudad de Santiago
bajan las negras
Tembandumba de la Quimbamba
-Rumba, macumba, candombe, bámbula-
entre poses bebidas de blancas máscaras.

De caderas y aureolas
culipandeándolas Reinas avanzan
calle abajo
calle arriba
en rítmico correr de pechos;
clave de nalgas
Amílcar Cintron Aguilú (Segundo desde la derecha) junto a LARO,
Eric Landrón, Tony Aguado Charneco, Carlos Esteban Cana
y Angelo Negrón del colectivo Taller Literario
meneos cachondos que las miradas zafrán.

Mirada centrada en miradas
cabeza alta, pupilas en llamada
cuerpos violeta, blancos
ceñidos como orugas regias,
el caderamen, masa con masa,
el baile triunfal de baco
por las calles empedradas de Yemayá.

Sus hijos marcan el ritmo
pasa el amor lejos del cetro papal,
las cadencias ancestrales
se profanan
acechando los cuerpos
frente a lujurias de dioses.

Ellas, en el altar del viejo hotel,
de lado la despintada catedral,
lucen plumas reales
al paso por las mesas…
Tembandumba de la Quimbamba.

Se sientan, con los ojos tientan paredes y espaldas
mientras, los dedos
corren sin permiso tierras nuevas.
Ebullen la cerveza, el vino,
rómulos y akanes de cabellos opacos, marchitos
panzas de impresos floreados
sombreros de paja, exploradores en caza
pierden sus miradas al fondo del bayú.
Recuerdan el trago, acarician sus gotas
la tersa suavidad de la juventud
que se toma a cuarenta grados prueba
en pequeños sorbos
y atracones de masas.

Amílcar Cintrón Aguilú
Las diosas caribeñas, desnudas se miran
se ven entonces ahogadas
brazando desesperadas por la superficie
el giro, en busca de los que impasibles
disfrutan los placeres del burbujeo.

Algo del maquillaje se descorre,
entre las cejas y el ojo asoma un ciervo,
algo se está perdiendo,
no es la virginidad, no la inocencia
tal vez cierto tipo de libertad
que sus padres esclavos guardaron
en coco, con lino y azahar
perfumado de pacholí secado
frente a la casa de tablas del solar;
llena de animales y yerbas,
el retrato de papá y mamá,
hermanos y sólo lo suficiente para andar.




Entre lo necesario y estos brazos
no combinan las sillas y mesas
en esta Mesa del Carnaval
de telas raídas
-Rumba, macumba, candombe, bámbula-
preciadas, presentadas
afamadas, mimadas
y sin estruendo el silencio de la sala,
las calendas desenfrenadas…
las caras engüeradas
en esta mascarada.

En el vaho la música
Tembandumba de la Quimbamba
sus ojos abren
-el salón amplio, estéril-
un cuerpo solo
y el alma derramada,
melao de la zafra
escalón a escalón…

La luna calurosa
refleja, muy tersa
en el bullicio de la ciudad
sus tenues rayos de plata
danzando como las olas
en la noche de la playa.


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Carlos Esteban Cana - es comunicador y escritor. Desde 1988 realiza periodismo cultural, con diez años de experiencia en la televisión pública. Sus trabajos han sido incluidos en algunas de las publicaciones y suplementos más importantes de Puerto Rico, entre ellas, Diálogo, CulturA, Cayey, Revista del Instituto de Cultura, 80 grados, El Post Antillano, Letras Salvajes, Cupey, La Revista, y En Rojo. Fundó la revista Taller Literario durante la década del 90. Se ha desempeñado como Coordinador Editorial para el Instituto de Cultura Puertorriqueña y perteneció a la Junta del Pen Club de Puerto Rico. Actualmente colabora en la sección Crítica de libros en Radio Universidad de Puerto Rico y publica el boletín cibernético "En las letras, desde Puerto Rico". Algunas de sus columnas seriadas, que se reproducen en diversos medios como las bitácoras "Confesiones" y "Buscando luz al final del túnel", son “Breves en la cartografía cultural”, “Aquí, allá y en todas partes” y “Crónicas urbanas”.  Residió en la Ciudad de Nueva York, donde participó de la vida cultural de la Gran Manzana. Cana es autor de tres libros: Universos (Isla Negra Editores, 2012); Testamento (Publicaciones Gaviota, 2013), y Catarsis de maletas (Publicaciones Gaviota, 2014). En la actualidad la red internacional Global Voices publica sus crónicas periodísticas.

viernes, 22 de agosto de 2014

Hipocresía Social

por Angel Parrilla


La muerte autoinfligida de una persona, mejor conocida como suicidio, puede analizarse de múltiples maneras.  Como yo veo las cosas, puede incluso llamarse homicidio social.  Soy una persona que lamenta todas las muertes, sin hacer distinción de persona.  Es por ese motivo que escribo sobre este tema.  La reciente muerte del famoso actor, Robin William, ha provocado en mí ciertos pensamientos.  Ver como el mundo se ha manifestado sobre la partida voluntaria de este mundo de Williams, me ha llevado a analizar y concluir algunas teorías. También me ha causado decepción, frustración, y hasta cierto punto, coraje.  Nada que ver en lo absoluto con el caso particular de Williams.  Más bien, algo generalizado.  Como escribí en líneas anteriores, soy del tipo de gente que lamenta todas las muertes, y quizás por tal razón miro siempre más allá de mis propias fronteras.  La inmensa mayoría de las personas que hoy lamentan la muerte del actor favorito de muchos,  han guardado silencio en lo relacionado a otras muertes.  Muchos de los que en estos casos su primera expresión  es clamando a Dios y a otros tantos dogmas religiosos, parecen no estar enterados de ciertos eventos, locales e internacionales, donde reina la muerte.  Al menos esa es la impresión que da su silencio, apatía o indiferencia.  Cualquiera que sea el caso, no deja de ser triste y lastimoso.  Mientras los puertorriqueños se desbordan en sentimientos de pésame por el intérprete de, Patch Adams, las cifras de suicidios en la isla continúa en aumento y las muertes en nuestras calles las inundan de sangre.  Ante este panorama muchos escogen la enajenación y se toma por normal y bueno que ese fenómeno se esté desarrollando en nuestro vecindario diariamente.  Paralelamente, todo el orbe parece ignorar las crueldades de las guerras, las invasiones, las pandemias y los genocidios.  

La libertad personal nos permite preocuparnos y ocuparnos de lo que mejor nos parezca.  Pero cada uno tiene que cumplir una responsabilidad social indelegable.  Responsabilidad que va más allá de las leyes y de lo establecido jurídicamente.  Incluso va más allá de los valores que pueda inculcar cualquier religión en su filosofía dogmática.  Se trata de la naturaleza, la moral y la razón de cada ser humano.  Me parece poco sincero expresar dolor y condolencia   sobre la muerte de un individuo, cuando nos hacemos de la vista larga en las demás instancias.  Instancias donde la muerte arropa y desuela pueblos y naciones enteras, incluida la nuestra.  Los recientes ataques a Irak, los bombardeos incesantes en Gaza, la epidemia del Ebola en África, la guerra infinita en Afganistán, las muertes buscando calidad de vida, en las fronteras de tantos otros países, son sólo algunos de los escenarios que cobran vidas de inocentes a diario.  No quisiera que me mal interpreten. No quiero decir que no se realicen ni se manifiesten, o que se contengan  las expresiones de duelo por Robin Williams y tantos otros que han aportado con sus respectivos talentos a la sociedad.  Lo que realmente quiero decir es, ¿por qué no hacerlo en todos los casos con la misma intensidad, fervor, indignación o cualquier otro sentimiento que emane de la moralidad pura de cada ser humano?  Todos, en su momento, hemos actuado con esta hipocresía social.

Todo lo anterior me lleva inevitablemente a evaluar si existe diferencia entre homicidios, asesinatos y suicidios. Sin querer entrar en cantidades que puedan ser consideradas masacres, exterminios, genocidios u holocaustos.  A mi parecer, la única diferencia entre estos es el mecanismo utilizado para efectuar el arrebatamiento de la vida a otra persona.  Y es que me parece que, como sociedad, somos igualmente responsables de velar por el bien común, lo que nos lleva a ser, tácitamente, cómplices de cada atentado violento contra la vida, incluso la propia.  Somos cómplices en la medida que consentimos, callamos o simplemente ignoramos la realidad de nuestro prójimo.  Más aún si pasamos de ser meros cómplices a ser activos colaboradores del detrimento social que nos afecta a todos como comunidad.  Al final del día, eso es lo que se refleja en la alta incidencia criminal que nos azota, sin entrar en el detalle de las mil y una maneras en que contribuimos a tal deterioro generalizado.  En la medida que una persona desarrolla tendencias delictivas; o se ve inducido a delinquir; o lo hace sin intención ni alevosía; o simple y llanamente se siente acorralado por las circunstancias sin encontrar más salida o refugio que la propia muerte; todos somos, moralmente como colectivo, igualmente responsables.
    
Concluyo mi análisis con la siguiente premisa: “cada asesinato, cada homicidio, incluso cada suicidio, es en realidad una muerte socialmente provocada”.  Ya sea de pensamiento, palabra, obra u omisión, somos responsables del estado actual de nuestra sociedad.  Quizás por indiferencia, apatía, enajenación, ignorancia, desinterés, o desidia, todos pecamos de hipocresía social.  Siendo esto último mutuamente excluyente con los valores realmente cristianos. 

¡Que Dios se apiade de nosotros y que descansen en paz y nos perdonen todos nuestros muertos, incluyendo a Robin Williams!       

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Angel L. Parrilla López - Nació en Rio Piedras.  Natural de Cataño, del Barrio Amelia, donde cursó toda su vida escolar.  Tiene un Bachillerato en Recursos Humanos, y una Maestría en Gerencia.  Por más de 20 años, fungió como Servidor en la comunidad, y asesor del Grupo de Jovenes Parroquial.

martes, 5 de agosto de 2014

Sala de espera

por  Caronte Campos Elíseos


Sin saber cuándo, por qué y cómo, llegué a una Sala de Emergencias de un hospital cercano, con mi mano ensangrentada.  Con mucho dolor, por cierto.  Solo recordaba qué fui acosado y agredido, y que eso había ocasionado mis heridas.  Me acerqué a toda prisa a la recepcionista.  Quería expresarle la necesidad de atención que traía.  Con su rostro inmutable me dijo que todos los allí presentes tenían necesidad de atención, que tomara un número, me siente y espere.  "Ah, y por favor, hágalo en silencio, sin gritar y sin llorar", añadió la insensible mujer.  Ya que me sentía un poco mareado, hice lo indicado por la malhumorada anfitriona.  Miré exhaustivamente a mí alrededor para tener noción del tiempo que iba a tardar el proceso.  No puedo negarlo, también a manera de reconocimiento, en caso de que mi obstinado agresor me haya seguido hasta el lugar. 

Pasados unos 45 minutos llamaron mi número.  ¡Por fin!, exclamé.  La misma mujer de aquel gélido recibimiento es quién me atiende.  Me solicita toda mi información personal.  Se la entrego con temor.  No puedo evitar pensar que es una especie de carpeteo legalizado.  Pregunta ella si poseo alguna cubierta ofrecida por algún plan médico.  Le hago entrega de la tarjeta que me dio el gobierno para estos eventos.  "Mi Salud", le contesto.  Me dice que tome asiento nuevamente y espere.  Esta vez me llamaran por mi nombre.  Eso supuse porque ella me quitó el papel con el numerito.  Regresé a la salita a esperar.  Sin muchas fuerzas para pensar (como siempre) intento analizar porque en las afueras de la institución leen los letreros: "Sala de Emergencias", pero una vez adentro todos los letreritos rojos con letras blancas leen: "Sala de Espera".


Pasados unos 30 minutos adicionales, llaman por mi nombre.  Me levanto con dificultad pero listo para que curen mi mano casi mutilada.  Me pasan a un cuarto pequeño y pregunto por el doctor especializado.  Me dicen que es solo para tomar mis vitales, que no desespere.  Las atentas mujeres vestidas de blanco hacen su trabajo.  Incluso limpian un poco mis heridas.  Cuando ya pienso que voy a ver el médico, me dicen que salga y espere a ser llamado... otra vez.  Esta vez, me dicen con seguridad, para ser atendido por un galeno.  Salgo nuevamente con esa esperanza.  Me siento cerca del letrero rojo con letras blancas.

Pasada una hora y quince minutos escucho mi nombre.  Víctima de la abulia me levanto con dificultad.  Esta vez me sientan en un cuarto un poco más grande que el anterior.  Siento nauseas, mareos y taquicardia.  Pasan cinco, diez, quince minutos y el doctor no llega.  Me asomo al pasillo para ver si se acerca.  No lo conozco, pero supongo que debe traer bata blanca.  De todas maneras tengo la vista nublada.  Se acerca un grupo de gente.  ¡Ahí viene el doctor!, pensé.  Todos tienen batas blancas, y todos siguen caminando.  ¡Que locura!, pensé ahora.  Miro el reloj.  Las doce de la medianoche, y hay cambio de turno.   

Alrededor de veinte minutos luego de que pasara la comitiva medica por mi lado, llegó el doctor a mi cubículo.  Me realiza una serie de preguntas que nada tienen que ver con mi mano, en lo absoluto.  Que si tomo algo, que si padezco de lo otro, que si soy alérgico a no sé qué cosas.  Y yo con ganas de replicarle que soy alérgico a las preguntas necias.  Me contuve porque este "Hipócrates" me puede poner la inyección letal o inducirme al coma.  Muy grande la tentación sobre la idea de la enajenación.  Pero no, ya estaba loco (literalmente) por salir de allí.  Suficiente con la enajenación natural que poseo.  Le explico al doctor toda la situación.  Describo con lujos de detalles el altercado con aquel demente, desquiciado y peligroso.  Todo lo que siento y lo poco que recuerdo.  Escribe en un idioma que solo los elegidos pueden entender.  Una vez termina sus jeroglíficos me indica que espere afuera.  Me explica que ordenó que me hicieran una serie de estudios, análisis y una que otra placa con rayos x.  "Luego de todo eso, te evalúo nuevamente", me dice.  Poseso por la ira, se me olvida por un instante el dolor.  Salgo desconsolado y sin ánimo.  Me siento tentado a huir del lugar.  Resignado, me dirijo hacia la sala de espera, nuevamente.

Pasa la primera hora luego de ver al doctor y nada.  Pasa la segunda hora, y nada todavía.  El dolor, la sangre, los mareos, las náuseas, las voces en mi cabeza.  Esta situación comienza a enervar mi pobre y exigua estabilidad emocional.  Entrando la tercera hora me llaman para los procedimientos ordenados.  Toman muestras de sangre, orina, y otras heces.  Rayos x, radiografías, placas, sonógramas y quien sabe que otras radiaciones infrahumanas.  Le pregunto a la desvelada enfermera que procede luego de tanto estudio.  Me envía directamente afuera (si, a la dichosa sala de espera), mientras reciben los resultados y el doctor los interpreta.

Ya no se cuento suma el tiempo.  Llegada la segunda hora, luego de tomadas las muestras, me percibo abstraído hacia el enorme y circular reloj de color blanco y números negros.  Este protocolo para atender una simple emergencia puede desequilibrar a cualquiera.  No me justifico con esto.  Nuevamente, al filo de la tercera hora, como si fuera una especie de rutina, llaman mi nombre.  Al fin, pienso en voz alta, voy a ver el médico y podré salir de este manicomio.  Nada más lejos de la realidad.  El especialista me informa que debido a lo crítico de los resultados, tiene que admitirme.  Admito que la noticia me impacto sobremanera.  En especial cuando me dijo que debía regresar a la sala de espera (por enésima vez) mientras preparan todo para subirme a cuarto.  Ya lo dice el viejo y conocido refrán: "la cura es peor que la enfermedad". 

En la sala de espera, que es donde he pasado la mayor parte del tiempo de esta visita al hospital, hace un frío infernal.  Suena contradictorio pero es como si el diablo quisiera que nos congeláramos allí.  Me siento frente al televisor.  Están pasando programas repetidos de la señorita Laura.  Pienso en como llegué hasta ahí.  Maldigo la hora en que me agarre a golpes con aquel desconocido.  Ya no tengo noción del tiempo.  Cronos se ha olvidado de mí.  Veo pasar las enfermeras en manadas (nada que ver con el peso de algunas de ellas, sino con la cantidad).  Hay cambio de turno nuevamente.  Me acerqué a una de las mujeres de vestidos acromáticos para preguntar por mi habitación.  Con voz taciturna me respondió que en ese momento no tenían camas disponibles.  Me comentó que el hospital estaba abarrotado y que subir a cuarto iba a dilatar un poco.  Me recomendó que llamara a mi madre, esposa, novia, hermano, en fin, algún familiar para que me trajeran los pertrechos necesarios para la estadía.  Le dije que, Por Ahora, estoy tratando de evitar esas relaciones enfermizas.  Sonriendo me da la espalda y sigue su camino cargada de químicos y agujas filosas. 

Empiezo a desesperar.  Hago cuentas, como los prisioneros,  en la pared blanca contigua a mi camilla revestida de gérmenes compartidos.  Camilla que usurpé a otro pobre indigente, gracias a la escasez de comodidades.  En estos momentos me pregunto tantas cosas.  Como por ejemplo, ¿A qué hospital van los peloteros de grandes ligas de esta isla estrella con sus familias, que salen en la televisión y que, según ellos las atenciones son de primera?  ¿Pertenecerá este hospital a la Asociación de Hospitales de Puerto Rico con sus anuncios de mercadeo y relaciones públicas?  A mí, no me parece.  Cuando estaba presto a raspar con un chavo prieto el tercer palito en la pared, llegan dos escoltas para llevarme al cuarto asignado.  Al tercer día como en las escrituras.  Con escoltas como los honorables y los beisbolistas, llego a mi destino.  A todas luces el lugar carece de toda asepsia.  Me suben a la cama, me ponen una inyección y me colocan un suero.  Una bolsa con alguna sustancia para mantener abierta la vena, por si acaso necesitan transfundirme.  Me dijeron que descanse en lo que el doctor de turno imparte las nuevas instrucciones.  Salen de la habitación dejándome solo y a oscuras.

No logro conciliar el sueño.  Solo he comido lo que encontré en algunas máquinas vendedoras de comida chatarra que afectan la salud.  Un doble mensaje de seguro.  Como el de las farmacias que venden los parches de nicotina para dejar de fumar, y en la caja registradora exhiben los cigarrillos de todas las marcas y sabores.  Pero yo no estaba como para entrar en ese tipo de análisis.  El hambre, el cansancio, los mareos y el agotamiento comienzan a hacer mella en mí.  Me siento como drogado.  Debe ser la sustancia liquida que me inyectan gota a gota.  Seguramente para evitar que pueda escaparme.  Tanta osadía por una simple trifulca en un cafetín con un jodío malandrín.  Solicité un vaso de agua.  No sé de donde la sirven, pero tenía un color extraño.  Algún medicamento para el sueño, pensé.  Al cuestionar sobre la calidad del agua, dijeron que la Autoridad de Acueductos y el Departamento de Salud han expresado que aún es potable.  Pero que si no sentía seguridad al tomarla o no me agradaba el sabor, con gusto me facilitarían un sobrecito de mi sabor predilecto.  Aun así decido no tomarla por el momento, y la dejo sobre la mesa contigua a la cama.  Intenté dormir y descansar, pero al poco rato entró un batallón de enfermeras.  Con todos sus artefactos médicos lograron espantarme el sueño.  No conforme con eso, me pidieron que tan pronto como me fuera posible, tomara unas muestras de orina.  En ese preciso momento me dije, “adiós descanso”.  Ahora tengo que ponerme en vela para la micción.  Así pasaron las horas.

Cuando por fin pude mear, también pude dormir.  No tengo idea cuantas horas pasaron hasta que regresaron las enfermeras nuevamente.  Con el mismo alboroto perturbando    el reposo de los enfermos.  Me cuestionaron por qué no había entregado las muestras.  Les dije que la tomaran de la mesa contigua y se vayan al mismísimo “counter” para yo continuar durmiendo.  Para hacer el cuento largo, corto, de cada cuatro a cinco horas me perturbaban la serenidad y la quietud.  En ocasiones para pruebas, análisis, o medicamentos.  En otras para estudios y radiografías.  Me pasaron por innumerables maquinas con diferentes formas, sonidos y funciones.  Me sentía como rata en laboratorio.  Al tercer día después de la ascensión al cuarto, cuestioné las razones para tan larga estancia en el hospital.  No me dan alimentos, me dan medicamentos para condiciones que ni siquiera sé si padezco y me importunan con frecuencia para someterme a todo tipo de radiación.  Me explican que son órdenes médicas.  El doctor impartió indicaciones de alimentarme a través de un tubo por la nariz; las medicinas son para controlar los efectos causados por el resultado de la pelea con el demente desconsiderado con el que me fui a los golpes; las maquinas son para asegurar que no tenga fracturas en alguna parte de mi mutilado cuerpo; y las constantes visitas son para asegurar que sigo vivo.

Siempre he pensado que en las explicaciones largas se esconden muchas mentiras.  Así que les solicité hablar con el doctor.  Tanta conversación me dio sed.  Me tomé lo único que me habían dado, el poco de agua que estaba en la mesa contigua.  La verdad es que la apariencia, el sabor y la textura de esa agua eran cuestionables.  Creo que para eso es mejor que no me traigan nada, ni siquiera con sabores artificiales.  Esa misma tarde apareció el susodicho doctor.  Con su cara fresca me dijo que me encontraba en perfectas condiciones, que podía irme para mi casa.  Firmó los papeles y se despidió.  Así, sin más.  Mientras recogía todas mis pertenencias intentaba entender toda esta trama.  El hacinamiento en la sala de espera;  el tiempo absurdamente prolongado para ser atendido;  la escasez de equipos e instrumentos necesarios; sin opciones de hospitales alternos que acepten la tarjeta que ofrece el gobierno;  las pobres y precarias facilidades hospitalarias; el pobre mantenimiento y limpieza en las habitaciones; la falta de higiene y salubridad; la falta de personal suficiente para un buen y mejor servicio; el sometimiento constante e innecesario a medicamentos y radiaciones por razones puramente económicas.  Pero eso es lo que ha provocado el gobierno mercadeando la salud del pueblo, y permitiendo al capital poner precio al bien común de los ciudadanos.  Es el panorama que ha provocado la llamada privatización con sus intereses creados.  Pero la culpa es de nosotros mismos, por permitir que los mercados y mercaderes le hayan puesto precio a nuestra salud.  Hasta qué no le pongamos un alto a ese bacanal, seguiremos sufriendo y padeciendo estas injurias.  Si no salimos del estado vegetativo en que nos encontramos, nuestro sistema de salud seguirá en estado crítico. Los propios gobernantes con sus falsas promesas nos han conducido a esta etapa terminal.     

En fin, eso no es asunto mío, por lo que agarré mis trapos y me dirigí a firmar mi salida, no sin antes agradecer a todos los que, a pesar de las miserables condiciones hospitalarias, se esforzaron y esmeraron por cuidarme lo mejor posible.  Mientras caminaba hacia al ascensor de salida, recordé la muestra de orina que había entregado y que nunca me hablaron de los resultados la misma.  La enfermera de recepción buscó en mi récord y me indicó que nunca se realizó el análisis porque lo que yo había entregado fue, tan solo un vaso con agua.   


¡Levántate y anda!