miércoles, 25 de noviembre de 2015

Robo de identidad

por  Caronte Campos Elíseos


Al regreso de un viaje largo por el viejo mundo y que se extendió por varios meses, me encontré vagando nuevamente por las calles.  Llegué hasta una escuela vacía y abandonada, de esas que han clausurado por falta de presupuesto.  Solamente quedaba parte del letrero escolar que leía el apellido, Pedreira.  Rondaban las tres de la mañana, y encontré en el plantel un hombre solitario.  Se me acercó y me preguntó qué se me ofrecía.  Respondí que solo quería ver las facilidades.  El se ofreció a darme el “tour” personalmente.  Cerró los portones con candado.  Esto, según él, para que nadie tuviera acceso al plantel escolar.  Comenzamos por la cancha de baloncesto sin techo y sin canastos; fuimos también a los salones, todos sin puertas y sin ventanas.  Visitamos los baños, sin inodoros ni lavamanos.  Pasamos por la biblioteca, sin libros.  Las paredes llenas de cables, sin energía eléctrica y sin computadoras.  Llegamos hasta una glorieta, sin asientos.  Allí decidimos sentarnos en el piso a compartir la merienda que el anciano había llevado a su trabajo.
 
Compartiendo el palo viejo con anís y las carnes empacadas, le comenté sobre mi viaje a España y lo mucho que me había fascinado.  Se levantó abruptamente del piso, y entre sorbos del oro blanco de la botella, comenzó a dirigirme un discurso:

-       Déjame aclararte un hecho diacrónico, muchacho: Por acéfalos como tú, es que este país está como está.  Una parte de la población añorando la madre patria; otros, soñando con integrarse a la “America the beautiful”.  En medio de esa nostalgia y esas falsas expectativas, nadie conoce los verdaderos orígenes de nuestra raza.  Ese desconocimiento es el que ha creado esta confusión de bipolaridad.  Dos banderas, dos idiomas, dos himnos, pero sin identidad nacional.  Nadie tiene la suficiente materia gris para entender el dilema de la personalidad puertorriqueña.  Antes de que tú, mi querido incauto, llegaras a la España de Fernández Juncos; y mucho antes de que Colón arribara a estas tierras con sus carabelas llenas de moros, ya existía vida en esta isla.  Los indígenas fueron los que, con humilde actitud y hospitalario espíritu, recibieron los mal llamados descubridores.  Eso es lo único que nos heredaron en la famosa mezcla de razas; la humildad y la hospitalidad.  Claro, gracias al holocausto taíno, fueron ellos los primeros en desaparecer del mapa de la personalidad nacional, dejándonos la cobardía como herencia. 


En este punto era yo el que necesitaba sorbos del preciado líquido en la botella.  Después de viejo fui a parar a una escuela abandonada para una mustia clase de historia.  Mientras, el oficial de seguridad escolar continuaba con su severa admonición:       

-       ¿Luego que tenemos? ¡La llegada de los negros!  Dominados a través de los siglos por la supremacía blanca.  Hasta el sol de hoy no logran quitarse las cadenas del discrimen y los prejuicios.  Encadenados, torturados, azotados, siempre sometidos.  Traídos a esta tierra para ser sometidos al trabajo y al yugo del dios de los primeros cristianos; su aportación al surgimiento de nuestra identidad, fue el sometimiento y la mansedumbre ante los atropellos.  Al final, de esta mezcolanza salimos nosotros.  Salimos de la artería y jactancia del blanco; de la subordinación y la rendición del negro; y de la humillación y mansedumbre del indio taíno.  Así surgió el criollo que por más de tres siglos vivió bajo los abusos, los martirios y suplicios perpetrados por parte de la madre patria.  Madre que negó por 400 años, el nacimiento de una personalidad puertorriqueña.  Que abortó por medio de represión y tormentos el desarrollo del alma nacional.

Con el tormento de esta aciaga realidad, ahogamos las penas en el ron compartido.  Mi desapego emocional se había quemado con el alcohol, y quería salir de aquel estorbo público que antes fue centro de instrucción.  Debo admitir que me retuvo allí mi tendencia al alcoholismo.  Además, recordé que el guardia había encadenado el portón, así que regrese a mi lugar en el piso.  El pseudo historiador continuó con su anodina diatriba:
 
-       Esa madre, que después del saqueo y la explotación de los criollos, nos entregó como botín de guerra a un padrastro abusador.  Y cuando ya habían visos de dignidad boricua, el nuevo imperio se ensañó con la idea nacionalista.  La inquina norteamericana contra los nativos logró la retracción del poco progreso que se había logrado hasta ese momento.  Así las cosas, el ser puertorriqueño se ha manejado entre dos aguas.  Entre lo heredado de la corona española y lo impuesto a la trágala por las fuerzas federales. Los boricuas carecemos de identidad propia.  El destino colonial nos ha robado la identidad.  Carecemos de reconocimiento internacional, vivimos bajo una cláusula territorial; el himno nacional es una danza bailable, el escudo es un manso cordero, no producimos nada de lo que se consume en el país, y hasta somos malos para imitar e implementar los sistemas ultramarinos que tanto adoramos.  Aun así, el ego sin fundamento del boricua es enorme.  Nos creemos la última Coca-Cola del desierto.  Pensamos que nos merecemos todo, y ni siquiera los conciudadanos americanos nos tratan con igualdad.  Somos en realidad una amalgama de contradicciones, de características heredadas, adoptadas y otras impuestas.  En otras palabras, no hemos visto aún el nacimiento del alma de la verdadera identidad nacional.  Alma que no veremos nacer hasta que dejemos la pendejería de querer ser lo mejor de dos mundos.  Hasta que no cese la idea de ser puente o punto de encuentro de dos culturas disímiles.  Hasta que no podamos concertar en un solo propósito, soltar las cadenas, escapar de la sumisión mental y dejar atrás la mansedumbre eterna, no veremos realizada la idea de una personalidad boricua real.


Me parece escuchar un timbre a lo lejos.  Me despierto tirado en el cemento de un gazebo sin techo.  Dan las ocho de la mañana.  A mi lado solo encuentro una caneca vacía, una placa con la inscripción, A. S. Pedreira, y un libro titulado, Insularismo.

¡Levántate y anda!